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Tomás, monje de vida honesta,
Estando en un monasterio situado entre los montes de Lucania, sufrió disputas y amargos enfrentamientos con algunos hermanos de la comunidad. Abatido por la tristeza, la incomprensión y una profunda crisis de fe, se alejó solo del monasterio y se internó en los bosques, con el ánimo turbado y lleno de dudas.
Mientras deambulaba por parajes solitarios, se encontró con un hombre de aspecto oscuro y sobrecogedor, de rostro siniestro, barba negra y largas vestiduras. Éste, al ser interrogado sobre qué hacía solo en un lugar tan apartado, respondió que había perdido su caballo y que creía haberlo visto alejarse hacia los campos cercanos.
Juntos comenzaron a buscar al animal por caminos difíciles hasta llegar a un pequeño arroyo, cuyas aguas ocultaban peligrosos remolinos.
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Viendo el paso difícil, el extraño urgió al monje —que se quitaba los zapatos para cruzar— a que se subiera sobre sus hombros, pues él, más robusto, lo ayudaría a cruzar.
Tomás aceptó y, tomando el cuello del hombre, notó entonces —como por una súbita revelación— que sus pies no eran humanos, sino deforme y horrenda apariencia, como pezuñas. Entonces, se le abrió el entendimiento: aquel ser no era un hombre, sino el demonio disfrazado.
Aterrorizado, clamó con fervor por la ayuda divina. En ese instante, su ángel de la guarda, que había velado por él incluso en medio de su crisis, le hizo ver con claridad la verdadera forma del maligno. Y al oír el nombre de Dios, el demonio lanzó un grito lastimero y desapareció en un torbellino tan violento que derribó un gran roble cercano, quebrando sus ramas y arrancándolo de raíz.
El monje, consternado y como sin vida, cayó al suelo y permaneció allí largo rato. Está convencido de que, si no hubiera invocado a Dios, el diablo lo habría arrojado a los remolinos del arroyo y lo habría matado.
Desde aquel día, su fe volvió fortalecida, pues comprendió que incluso en medio de las tinieblas, su ángel custodio jamás lo había abandonado.
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