Un monje cisterciense ,fue combatido

María preservada por el honor y deber del Hijo



Nuestro Dios, que es la misma Sabiduría, supo muy bien fabricarse en la tierra la casa que le convenía y donde debía habitar. “La Sabiduría se edificó una casa” (Pr 4, 1). “Dios santifica su morada. El Altísimo está en medio de ella, no será conmovida. Dios la socorre en la mañana” (Sal 45, 5-6). El Señor santificó esta su mansión desde el principio de su existencia para hacerla digna de él, porque a un Dios santo no le convenía elegirse una casa que no fuera santa. “La santidad es el ornato de tu casa” (Sal 95, 2). Si él declara que no entrará jamás a habitar en alma de mala voluntad ni en cuerpo sujeto al pecado, “en alma falsa no entra la Sabiduría, ni habita en cuerpo sometido al pecado” (Sb 1, 4). ¿Cómo se puede pensar que el Hijo de Dios haya elegido para habitar el alma y el cuerpo de María sin antes santificarla y preservarla de toda mancha de pecado, pues el Verbo habitó no sólo en el alma sino también en el cuerpo de María? Canta la Iglesia: “No te repugnó habitar en el seno de la Virgen”. Dios no se hubiera encarnado en el seno de ninguna otra virgen, porque ellas, aunque santas, estuvieron algún tiempo con la mancha del pecado original; pero no tuvo inconveniente en hacerse hombre en el seno de María, porque esta Virgen predilecta estuvo siempre limpia de cualquier mancha de pecado, y jamás sometida a la serpiente enemiga. Escribe san Agustín: “Ninguna casa más digna que María se pudo edificar el Hijo de Dios, pues nunca fue cautiva del enemigo, ni despojada de sus virtudes”.

¿A quién se le ocurre pensar –dice san Cirilo de Alejandría– que un arquitecto se construya una casa y se la deje para estrenar a su mayor enemigo? El Señor –afirma san Metodio– que ha dado el precepto de honrar a los progenitores, al hacerse hombre como nosotros ha tenido que sentirse feliz de observarlo otorgando a su madre toda gracia y honor. Por eso mismo –dice san Agustín– hay que creer con toda firmeza que Jesucristo ha preservado de la corrupción del sepulcro el cuerpo de María, como ya dijimos; porque, además, si no lo hubiera hecho no hubiera observado la ley que, así como manda honrar a la madre, reprueba todo lo que sea deshonrarla. Mucho menos hubiera provisto al honor de su madre si no lo hubiera preservado de la culpa de Adán. Pecaría el hijo que, pudiendo, no preservara a su madre de pecar. Pues lo que sería pecado en cualquiera es imposible que lo cometa el Hijo de Dios, y que pudiendo hacer a su Madre inmaculada, dejara de hacerlo. De ninguna manera –añade Gersón–; si tú, Rey supremo, quieres tener una Madre tienes que darle todo honor. Y no quedaría bien cumplido esto, si permitieras que la que tenía que ser santuario de toda pureza hubiera incurrido en el abominable pecado original.


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