su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

El infierno tenía algo de isla desierta en medio del mar,

libros catolicos

 


Sin Dios, Lucifer mismo pasó a convertirse en el blanco de todos los reproches. Satán no necesitó demasiado tiempo para comprobar con claridad que el único modo de mantener a los demonios con un cierto grado de unidad, era imponer férreamente su propia disciplina. Los más fuertes entre los demonios se emplearon a fondo en aislar a aquellos que echaran en cara algo a Lucifer. No sólo podían aislar, también podían ser agresivos.  No es que pudieran golpearte físicamente, pero podían hacerte daño con sus palabras como cuando alguien te grita, te insulta y te hace sufrir con la palabra. Sus palabras podían ser cortantes, ponzoñosas, duras como auténticos golpes. 

Para un humano dotado de cuerpo le parecerá que se puede conseguir poco sólo con la fuerza de la palabra, de las imágenes, de los recuerdos. Imaginaos quién podría resistir una voz que te gritara con la fuerza de cien altavoces a toda potencia, y que pudiera hacerlo día y noche hasta que te doblegaras. Es sólo un ejemplo, los espíritus podían actuar de muchas maneras, desde las más sutiles hasta las más agresivas. Pero lo cierto es que estaban dotados de verdadero poder.

Su poder, incluso, les permitía arrastrarte fuera de ese microcosmos demoniaco que era el infierno. La compañía de otros espíritus era deseable. Nadie quería ser aislado. Pero Satanás aplicaba estos castigos. Si no me sigues, vas a sufrir, era su divisa. Y los demonios más poderosos, bien organizados, se encargaban de ello. Así se impuso orden en esas hordas del infierno. 

Algunos espíritus no resistían semejante forma de vida, no se habían rebelado para tener que someterse. Así que, por propia voluntad, se alejaban de ese mundo demoníaco. Podían estar completamente a solas durante lo que para vosotros sería el equivalente de meses o años. Pero después retornaban. La mala compañía era, al menos, compañía. El sometimiento a ese caudillo infernal, tan glorioso en otro tiempo, se convertía para este tipo de espíritus en un teatro detestable. Pero el precio que tenían que pagar, para tener la compañía de sus semejantes.

De forma que el infierno, conformado por millones de demonios, era como una galaxia oscura. Cada punto brillante de luz oscura era un demonio. Alrededor de esa galaxia de oscuridad había millones de malos espíritus vagando, unos más lejos, otros más cerca. Alrededor de esa galaxia oscura, se formaban pequeñas agrupaciones de espíritus malignos que se reunían entre sí. Espíritus que no estaban de acuerdo con Satán y sus leyes, y que se agrupaban independientemente. Estas agrupaciones espontáneas, autónomas, separadas, eran muy mal vistas por el resto de los demonios: ¡debían permanecer unidos! Tampoco esas concentraciones independientes de espíritus alejados del centro, rompían de formalmente con el dominio de Satán. Simplemente, estaban alejadas del centro.

El infierno conoció tanto la consolidación de la inmensa mayoría alrededor de Luzbel, como este devenir de divisiones en distintos pequeños microcosmos demoniacos, así como aquellos que desesperados se aislaban de todos, como asteroides perdidos alrededor de esta galaxia infernal.

Incluso en el seno de esta galaxia de oscuridad, las cosas estaban lejos de mostrarse bajo el aspecto de una perfecta consolidación. En los siglos por venir, el infierno conoció sus propias conspiraciones, sus propias batallas. Pero, al final de tantos enfrentamientos, las cosas quedaron como estaban al principio: Satán era la cabeza y unos espíritus se mostraban más cercanos a él y otros más alejados. Se impuso un orden en ese universo demoniaco. Un orden que, a veces, era contestado, pero que permanecía, en parte, porque se sustentaba en la objetividad de las jerarquías que lo constituían.

El centro de este cosmos infernal en medio del vacío y la nada, semejaba al inmenso planeta Saturno. Esta galaxia de seres rebeldes mostraba en su centro como un gran planeta, Satán. Alrededor del cual se mostraba un anillo con los más cercanos a él, los más fieles, rotando en distintos anillos concéntricos. En medio de los anillos, grandes cuerpos mostraban la diferencia que había entre los demonios normales y los principados y las dominaciones. Siguiendo órbitas distintas, como si de satélites se tratara, los más majestuosos espíritus que habían caído.

Evidentemente, los ángeles no experimentaban rotaciones. Pero tampoco se veían estáticos. La idea de las rotaciones, aunque inadecuada, os puede dar una idea de cómo esos espíritus se movían por esa nebulosa de demonios. Cuanto más grande eran esos demonios, menos se movían. Eran los inferiores los que se desplazaban alrededor de ellos, con sus preguntas, con su deseo de saber.

El mismo Luzbel, como el planeta Saturno, no se mostraba estático. Su superficie era barrida por gigantescas tormentas de rabia, de soberbia, de tristeza. Su seno contenía esas tempestades, pero ya no podía hacer otra cosa que aguantarse. 

A veces, algunos de los más altos jerarcas demoniacos, como bestias incontenibles daban la impresión de que se iban a lanzar directamente contra el Diablo. Eran como satélites cuyas órbitas parecía que les iban a estrellar con toda su fuerza contra Júpiter. Pero, al final, esas órbitas siempre sobrepasaban a ese astro. Aunque se estrellaran contra él, ni iban a dejar de existir ni Satán, ni ellos. Al final, siempre comprendían que era mejor contenerse y seguir viviendo en ese orden de cosas.

Lo mismo que en un sistema solar, que cuando está en formación hay astros que colisionan entre ellos, así también en ese cosmos satánico hubo choques, enfrentamientos, rebeliones. Grandes espíritus fueron arrojados hacia fuera. Aunque después lentísimamente se fueran acercando, de nuevo, a los límites de esas nebulosas diabólicas. El infierno tal como lo conocemos ahora los ángeles del Cielo, es el resultado de todas esas colisiones, de todas esas órbitas erráticas del principio.

 

sección 26  

Yo soy dios, proclamó solemnemente Satanás ante sus seguidores. Y exigió no sólo obediencia, sino adoración. Había costado mucho erigir el orden entre las jerarquías demoniacas. Esta afirmación diabólica de su divinidad generó nuevas sediciones. El mundo infernal parecía condenado a la eterna convulsión. Parecía un mundo que tendría que estar siempre agitado por las tormentas de los espíritus. Pero no, aunque hubo guerras, verdaderas guerras infernales, crueles y dotadas con las crónicas de sus propias batallas, lo cierto es que el infierno fue cansándose, poco a poco, de tanto sufrimiento causado por ellos mismos. Los enfrentamientos entre masas de demonios fueron de decreciente intensidad. Y así, paulatinamente, fue obteniendo la paz interna. Nunca perfecta. Pero sí lo suficiente como para mostrar un aspecto esencialmente estable. 

Belcebú exigía adoración. Se fue formando una corte satánica. Se fue formando su propio protocolo. Satán mismo, en persona, instituyó sus propios sacerdotes. Muchos se preguntaron una y otra vez si había valido la pena la rebelión. Toda aquella guerra en el Cielo y las que se sucedieron en el infierno, tan sólo para sustituir a Dios por ése. Qué error. Aunque nadie elevó su mirada para pedir perdón a Dios. Sus corazones estaban secos. Podían reconocer el error, pero no sentían ningún deseo de solicitar clemencia alguna. Ya no tenían ningún interés en obtener misericordia alguna, les daba ya todo lo mismo, sentían desprecio por sí mismos y por Dios y por todos los que les rodeaban.

Y los siglos comenzaron a pasar. En el evo no hay crepúsculo ni amanecer. Ni meses, ni años. Sólo una continuidad sin fin, una sucesión de antes y después que va hacia ninguna parte. El tiempo propio de cada espíritu es personal. Para unos el tiempo corría intolerablemente lento. Otros espíritus se afanaban más en sus ilusiones y ocupaban más su tiempo. Los había que preferían como aletargarse, quedarse estáticos pensando lo menos posible, como cuando vosotros os quedáis adormilados en vuestros lechos. Así se comenzaron a quedarse algunos de los demonios: una muerte en vida. Podían hacer lo que quisieran con su tiempo. No podían dejar de existir. La muerte era imposible. Sus espíritus estaban muertos a la vida de la gracia, a la vida espiritual en Dios. Muertos a la alegría celestial, pero sin poder dejar de existir.

Muchos de vosotros, humanos, os preguntaréis en qué emplean su tiempo los demonios. Ya os expliqué que los ángeles podemos hacer muchas cosas, a pesar de carecer de un mundo material. Nuestro mundo espiritual es más variado que el vuestro material. Los demonios podían seguir haciendo con sus intelectos, todo aquello que hacían antes de la caída.

Sus mentes podían escrutar la teología, la metafísica, la lógica, la gnoseología, todas las ramas de la Filosofía. Todos los ámbitos de las matemáticas. Podían profundizar en el conocimiento de su propio mundo angélico en general, y en de ángeles o demonios concretos en particular. Los demonios se habían llevado consigo todo el conocimiento que poseían antes de su caída. Ese conocimiento se mantuvo, se dio a conocer a otros, se profundizó en él. Los demonios podían ser eruditos, especulativos, algunos se especializaban, por ejemplo, en un determinado tipo de demonios, otros en la historia de la Rebelión, otros analizaban la evolución futura de ese mundo demoniaco a lo largo de la eternidad. 

Otros demonios conversaban plácidamente entre sí. Plácidamente, porque no siempre y en todo momento el sufrimiento hacía de ellos seres incapaces del placer del diálogo. El sufrimiento de cada demonio tenía altibajos. En muchos momentos se limitaban a existir, sin esperanza, sin alegría sobrenatural, pero gozando lo que podían de la existencia. 

Cada uno de los demonios llevaba sobre sí como una peso, la carga de sus pecados. Eso y el recuerdo de lo perdido provocaban un cierto sufrimiento constante. Como esas personas que siempre tienden a la tristeza, o siempre están descontentas, o siempre están tensas, o agresivas. Así sucedía con los demonios. Pero, en determinados periodos de tiempo, un demonio podía sufrir con más fuerza la tristeza. Otros, por el contrario, en determinados momentos se enfadaban con el que tenían delante y mostraban una incontenible agresividad. Otros, a temporadas, eran vencidos por la total ausencia de esperanza. 

Pero todos se reponían, antes o después, y la vida continuaba. Tenían que reponerse, que alzarse de nuevo en pie y seguir con la vida. ¿Qué remedio? Nadie les impedía, digámoslo así, tirarse en el suelo y no hacer nada y caer en el más absoluto aislamiento y desesperación. Podían pasar años en ese estado. Pero, al final, ellos mismos comprendían que tenían que levantarse y seguir viviendo mejor o peor, llevando una existencia mínimamente digna.  

Dios no enviaba torturas desde lo alto. El Creador los había expulsado del Cielo y les había concedido su destino sin Él. Pero no añadía castigos a su existencia. Su propia existencia era su castigo. Y así, aunque jalonada por periodos de mayor sufrimiento, la vida en el infierno no dejaba de estar dotada de una cierta felicidad natural. Los pequeños placeres de los que he hablado antes. Placeres bien intelectuales, bien de la compañía de otros espíritus, bien la curiosidad de recorrer el mundo demoniaco, como el que va de excursión.

Sé que estaréis sorprendidos de que no os presente un infierno en el que el sufrimiento sea máximo, paroxístico, en cada momento, en cada una de las horas. Pero no es así. En el infierno se sufre, pero no siempre se sufre con la misma intensidad, hay momentos de calma. Repito, siempre hay un sufrimiento sordo, constante, de fondo, en cada demonio. Pero no penséis que esto hace del infierno un lugar más admisible de existencia. La eternidad es algo cuyo peso va más allá de lo que podáis imaginar. 

Aun así, los demonios empleaban sus infinitas cantidades de tiempo en jugar entre ellos a complicados juegos intelectuales. Como dos hombres en una isla desierta que juegan una y otra vez al ajedrez. Otros creaban obras artísticas. No obras materiales, sino obras inmateriales de arte. Una novela, por ejemplo, se imprime sobre papel. Pero podría radicar entera en la mente de un hombre que la supiera de memoria. Un cuadro se pinta sobre dos dimensiones. Pero imaginad un cuadro en tres dimensiones extenso como un mundo. La eternidad da tiempo para pintar un mundo entero. ¿Qué puede pintar un espíritu que nunca ha visto nada material? Sí, difícilmente entenderíais las obras de arte de los ángeles, como no puede entender un ciego de nacimiento la explicación del arte los pintores holandeses del siglo XV. Pero esas obras de arte existían. Y los réprobos se dedicaron a las cosas finitas, ya que habían perdido el Infinito. Ciertamente la mayoría de ellos se dedicaba al mundo intelectual. Algunos especializándose en un campo concreto, otros acumulando conocimiento por el placer del conocimiento. 

A esto se dedicaban en el infierno. No estaban todo el día entre llamas gritando de intenso dolor. Aunque sí que es cierto que ellos vivían bajo el peso del desaliento sin remedio. Y, en ciertos periodos, se abrasaban por un fuego inmaterial que nacía de ellos mismos, que les abrasaba en su seno. Nadie les podía librar de ese infierno, porque ellos portaban el infierno en su ser. Y, a veces, no siempre, sus mismos espíritus ardían. Estaban recluidos allí sólo para no hacer daño a los que querían vivir en paz. 

Los espíritus doloridos de los demonios no encontraban reposo. En cierto modo, era el puro cansancio, el mero acostumbramiento a esas llamas, lo que les hacía, al cabo de días, al cabo de meses, volverse a levantar y tratar de vivir lo mejor posible los días que quedasen de la eternidad, con la certeza de que ésta no hallaría límite alguno.

Algunos de vosotros podréis ver el infierno como un lugar dejado de la mano de Dios. Pero sin Dios el infierno sería peor. Hasta allí llega la misericordia de Dios. Es su acción invisible la que levanta a los demonios postrados en esos estados de dolor irresistible. Ellos no quieren volver a la Casa del Padre. Pero el Padre les auxilia sin que ellos lo sepan.

Aun así, en los estratos inferiores, en las capas más profundas de esas cavernas de oscuridad, se encuentran espíritus que sufren de un modo espeluznante. Aun a ellos llega la misericordia de Dios aliviando sus dolores. Pero qué poco se dejan ayudar. Lo cierto es que Dios está en todas partes. Y eso significa que también el infierno está ante sus ojos. Dios mantiene en la existencia ese lugar, que no es un lugar físico. El universo material todavía no había sido creado, y ya existía el infierno. 

Vosotros no lo entenderéis, hasta que veáis estas realidades en Dios en el más allá. Pero, creedme, para los demonios es mejor existir que no existir. Es mejor existir con un cierto sufrimiento, que perder completamente la existencia. Algo es mejor que nada. Si no fuera por eso, Dios no mantendría en la existencia un lugar como ése. Horrible y lleno de sufrimiento, pero en el que también hay muchos momentos, la mayoría, en los que gozan de pequeños placeres naturales. La cantidad de sufrimiento que hay en el infierno es espantosa. Pero no hay sólo sufrimiento. 

Ningún predicador se excederá nunca en explicar lo terrible que es el infierno, los dolores que sufren sus moradores. El Averno es más duro de lo que jamás podáis imaginar. Pero, insisto, no es sólo sufrimiento. El Padre de todas las cosas no mantendría a ningún ser que existiera sólo como puro sufrimiento. Incluso para ellos es mejor existir, aunque ellos mismos si pudieran elegir, elegirían no existir. En el paroxismo de la tristeza, tomarían esa opción casi todos. Pero después, más calmados, entienden que la existencia es el gran don divino que permanece en ellos. La existencia con sus pequeñas alegrías y sus tristezas.

No penséis, sin embargo, que esas pequeñas alegrías hacen del infierno algo parecido a la existencia vuestra sobre la tierra. Ellos ya no tienen esperanza, en ellos mora el odio, ellos saben que existe el Cielo y que nunca entrarán en él. Ellos están acompañados por seres tan deformes, tan desagradables, que su compañía es también un peso más que hay que añadir a sus vidas.

El infierno tenía algo de isla desierta en medio del mar, sólo que alrededor de ellos sólo había un Océano de Oscuridad. Por otra parte, el infierno ofrecía la sensación de estar bajo tierra. Ofrecía esa sensación porque no podían avanzar hacia el Cielo donde estaban todos, donde estaba la Luz Radiante que sabían que nos llenaba de felicidad. Hacía el Ser y los seres no podían subir, y en otras direcciones estaba la Nada. Qué sentido tenía internarse en la oscuridad y el silencio. Antes de la creación del cosmos material no había espacio. De forma que hablo de forma figurada cuando afirmo que podían recorrer durante meses y años ese vacío, sin encontrar nada. No existía el espacio, pero sentíamos ese no-ser que les rodeaba. Pero no se arrepentían.

Los demonios no eran seres estables e inamovibles. Su psicología, sus emociones, su forma de ver las cosas, cambiaban, evolucionaban. En algunos aspectos mejoraban, en otros empeoraban. Pero lo que les definía como demonios era que se aferraban a su decisión. Se dolían del error que habían cometido, reconocían el error que habían cometido. Pero en las áridas tierras de su voluntad, ya no germinaba la vida.

Creedme, todos los que quisieron arrepentirse, pudieron hacerlo. Los que cayeron en el infierno, fueron los que se aferraron a su propia decisión. Dios no podía obligarles al Bien, quisieran o no.  El Tártaro no era una posibilidad más entre varias, era la única posibilidad para aquellos que se niegan de forma definitiva. ¿Uno puede negarse definitiva e irrevocablemente? La respuesta es sí. No es fácil, pero se puede lograr. No es fácil perder a Dios irrevocablemente, pero os aseguro que los habitantes del infierno están allí, porque lo han conseguido. Sólo el odio puede resistir al amor. Ellos lograron engendrar el odio suficiente, para cerrar herméticamente sus corazones. 

          

 


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