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libros catolicos
sección 26
Sin Dios, Lucifer mismo pasó a convertirse en el
blanco de todos los reproches. Satán no necesitó demasiado tiempo para
comprobar con claridad que el único modo de mantener a los demonios con un
cierto grado de unidad, era imponer férreamente su propia disciplina. Los más
fuertes entre los demonios se emplearon a fondo en aislar a aquellos que
echaran en cara algo a Lucifer. No sólo podían aislar, también podían ser
agresivos. No es que pudieran golpearte
físicamente, pero podían hacerte daño con sus palabras como cuando alguien te
grita, te insulta y te hace sufrir con la palabra. Sus palabras podían ser
cortantes, ponzoñosas, duras como auténticos golpes.
Para un humano dotado de cuerpo le parecerá que se
puede conseguir poco sólo con la fuerza de la palabra, de las imágenes, de los
recuerdos. Imaginaos quién podría resistir una voz que te gritara con la fuerza
de cien altavoces a toda potencia, y que pudiera hacerlo día y noche hasta que
te doblegaras. Es sólo un ejemplo, los espíritus podían actuar de muchas
maneras, desde las más sutiles hasta las más agresivas. Pero lo cierto es que
estaban dotados de verdadero poder.
Su poder, incluso, les permitía arrastrarte fuera de
ese microcosmos demoniaco que era el infierno. La compañía de otros espíritus
era deseable. Nadie quería ser aislado. Pero Satanás aplicaba estos castigos.
Si no me sigues, vas a sufrir, era su divisa. Y los demonios más poderosos,
bien organizados, se encargaban de ello. Así se impuso orden en esas hordas del
infierno.
Algunos espíritus no resistían semejante forma de
vida, no se habían rebelado para tener que someterse. Así que, por propia
voluntad, se alejaban de ese mundo demoníaco. Podían estar completamente a
solas durante lo que para vosotros sería el equivalente de meses o años. Pero
después retornaban. La mala compañía era, al menos, compañía. El sometimiento a
ese caudillo infernal, tan glorioso en otro tiempo, se convertía para este tipo
de espíritus en un teatro detestable. Pero el precio que tenían que pagar, para
tener la compañía de sus semejantes.
De forma que el infierno, conformado por millones de
demonios, era como una galaxia oscura. Cada punto brillante de luz oscura era
un demonio. Alrededor de esa galaxia de oscuridad había millones de malos
espíritus vagando, unos más lejos, otros más cerca. Alrededor de esa galaxia
oscura, se formaban pequeñas agrupaciones de espíritus malignos que se reunían
entre sí. Espíritus que no estaban de acuerdo con Satán y sus leyes, y que se
agrupaban independientemente. Estas agrupaciones espontáneas, autónomas,
separadas, eran muy mal vistas por el resto de los demonios: ¡debían permanecer
unidos! Tampoco esas concentraciones independientes de espíritus alejados del
centro, rompían de formalmente con el dominio de Satán. Simplemente, estaban
alejadas del centro.
El infierno conoció tanto la consolidación de la
inmensa mayoría alrededor de Luzbel, como este devenir de divisiones en
distintos pequeños microcosmos demoniacos, así como aquellos que desesperados
se aislaban de todos, como asteroides perdidos alrededor de esta galaxia
infernal.
Incluso en el seno de esta galaxia de oscuridad, las
cosas estaban lejos de mostrarse bajo el aspecto de una perfecta consolidación.
En los siglos por venir, el infierno conoció sus propias conspiraciones, sus
propias batallas. Pero, al final de tantos enfrentamientos, las cosas quedaron
como estaban al principio: Satán era la cabeza y unos espíritus se mostraban
más cercanos a él y otros más alejados. Se impuso un orden en ese universo
demoniaco. Un orden que, a veces, era contestado, pero que permanecía, en
parte, porque se sustentaba en la objetividad de las jerarquías que lo
constituían.
El centro de este cosmos infernal en medio del vacío y
la nada, semejaba al inmenso planeta Saturno. Esta galaxia de seres rebeldes
mostraba en su centro como un gran planeta, Satán. Alrededor del cual se
mostraba un anillo con los más cercanos a él, los más fieles, rotando en
distintos anillos concéntricos. En medio de los anillos, grandes cuerpos
mostraban la diferencia que había entre los demonios normales y los principados
y las dominaciones. Siguiendo órbitas distintas, como si de satélites se
tratara, los más majestuosos espíritus que habían caído.
Evidentemente, los ángeles no experimentaban
rotaciones. Pero tampoco se veían estáticos. La idea de las rotaciones, aunque
inadecuada, os puede dar una idea de cómo esos espíritus se movían por esa
nebulosa de demonios. Cuanto más grande eran esos demonios, menos se movían.
Eran los inferiores los que se desplazaban alrededor de ellos, con sus
preguntas, con su deseo de saber.
El mismo Luzbel, como el planeta Saturno, no se
mostraba estático. Su superficie era barrida por gigantescas tormentas de
rabia, de soberbia, de tristeza. Su seno contenía esas tempestades, pero ya no
podía hacer otra cosa que aguantarse.
A veces, algunos de los más altos jerarcas demoniacos,
como bestias incontenibles daban la impresión de que se iban a lanzar
directamente contra el Diablo. Eran como satélites cuyas órbitas parecía que
les iban a estrellar con toda su fuerza contra Júpiter. Pero, al final, esas
órbitas siempre sobrepasaban a ese astro. Aunque se estrellaran contra él, ni
iban a dejar de existir ni Satán, ni ellos. Al final, siempre comprendían que
era mejor contenerse y seguir viviendo en ese orden de cosas.
Lo mismo que en un sistema solar, que cuando está en
formación hay astros que colisionan entre ellos, así también en ese cosmos
satánico hubo choques, enfrentamientos, rebeliones. Grandes espíritus fueron
arrojados hacia fuera. Aunque después lentísimamente se fueran acercando, de
nuevo, a los límites de esas nebulosas diabólicas. El infierno tal como lo
conocemos ahora los ángeles del Cielo, es el resultado de todas esas
colisiones, de todas esas órbitas erráticas del principio.
sección 26
Yo soy dios, proclamó solemnemente Satanás ante sus
seguidores. Y exigió no sólo obediencia, sino adoración. Había costado mucho
erigir el orden entre las jerarquías demoniacas. Esta afirmación diabólica de
su divinidad generó nuevas sediciones. El mundo infernal parecía condenado a la
eterna convulsión. Parecía un mundo que tendría que estar siempre agitado por
las tormentas de los espíritus. Pero no, aunque hubo guerras, verdaderas
guerras infernales, crueles y dotadas con las crónicas de sus propias batallas,
lo cierto es que el infierno fue cansándose, poco a poco, de tanto sufrimiento
causado por ellos mismos. Los enfrentamientos entre masas de demonios fueron de
decreciente intensidad. Y así, paulatinamente, fue obteniendo la paz interna.
Nunca perfecta. Pero sí lo suficiente como para mostrar un aspecto
esencialmente estable.
Belcebú exigía adoración. Se fue formando una corte
satánica. Se fue formando su propio protocolo. Satán mismo, en persona,
instituyó sus propios sacerdotes. Muchos se preguntaron una y otra vez si había
valido la pena la rebelión. Toda aquella guerra en el Cielo y las que se
sucedieron en el infierno, tan sólo para sustituir a Dios por ése. Qué error.
Aunque nadie elevó su mirada para pedir perdón a Dios. Sus corazones estaban
secos. Podían reconocer el error, pero no sentían ningún deseo de solicitar
clemencia alguna. Ya no tenían ningún interés en obtener misericordia alguna,
les daba ya todo lo mismo, sentían desprecio por sí mismos y por Dios y por
todos los que les rodeaban.
Y los siglos comenzaron a pasar. En el evo no hay
crepúsculo ni amanecer. Ni meses, ni años. Sólo una continuidad sin fin, una
sucesión de antes y después que va hacia ninguna parte. El tiempo propio de
cada espíritu es personal. Para unos el tiempo corría intolerablemente lento.
Otros espíritus se afanaban más en sus ilusiones y ocupaban más su tiempo. Los
había que preferían como aletargarse, quedarse estáticos pensando lo menos
posible, como cuando vosotros os quedáis adormilados en vuestros lechos. Así se
comenzaron a quedarse algunos de los demonios: una muerte en vida. Podían hacer
lo que quisieran con su tiempo. No podían dejar de existir. La muerte era
imposible. Sus espíritus estaban muertos a la vida de la gracia, a la vida
espiritual en Dios. Muertos a la alegría celestial, pero sin poder dejar de
existir.
Muchos de vosotros, humanos, os preguntaréis en qué
emplean su tiempo los demonios. Ya os expliqué que los ángeles podemos hacer
muchas cosas, a pesar de carecer de un mundo material. Nuestro mundo espiritual
es más variado que el vuestro material. Los demonios podían seguir haciendo con
sus intelectos, todo aquello que hacían antes de la caída.
Sus mentes podían escrutar la teología, la metafísica,
la lógica, la gnoseología, todas las ramas de la Filosofía. Todos los ámbitos
de las matemáticas. Podían profundizar en el conocimiento de su propio mundo
angélico en general, y en de ángeles o demonios concretos en particular. Los
demonios se habían llevado consigo todo el conocimiento que poseían antes de su
caída. Ese conocimiento se mantuvo, se dio a conocer a otros, se profundizó en
él. Los demonios podían ser eruditos, especulativos, algunos se especializaban,
por ejemplo, en un determinado tipo de demonios, otros en la historia de la
Rebelión, otros analizaban la evolución futura de ese mundo demoniaco a lo
largo de la eternidad.
Otros demonios conversaban plácidamente entre sí.
Plácidamente, porque no siempre y en todo momento el sufrimiento hacía de ellos
seres incapaces del placer del diálogo. El sufrimiento de cada demonio tenía
altibajos. En muchos momentos se limitaban a existir, sin esperanza, sin
alegría sobrenatural, pero gozando lo que podían de la existencia.
Cada uno de los demonios llevaba sobre sí como una
peso, la carga de sus pecados. Eso y el recuerdo de lo perdido provocaban un
cierto sufrimiento constante. Como esas personas que siempre tienden a la
tristeza, o siempre están descontentas, o siempre están tensas, o agresivas.
Así sucedía con los demonios. Pero, en determinados periodos de tiempo, un
demonio podía sufrir con más fuerza la tristeza. Otros, por el contrario, en
determinados momentos se enfadaban con el que tenían delante y mostraban una
incontenible agresividad. Otros, a temporadas, eran vencidos por la total
ausencia de esperanza.
Pero todos se reponían, antes o después, y la vida continuaba. Tenían que reponerse, que alzarse de nuevo en pie y seguir con la vida. ¿Qué remedio? Nadie les impedía, digámoslo así, tirarse en el suelo y no hacer nada y caer en el más absoluto aislamiento y desesperación. Podían pasar años en ese estado. Pero, al final, ellos mismos comprendían que tenían que levantarse y seguir viviendo mejor o peor, llevando una existencia mínimamente digna.
Dios no enviaba torturas desde lo alto. El Creador los
había expulsado del Cielo y les había concedido su destino sin Él. Pero no
añadía castigos a su existencia. Su propia existencia era su castigo. Y así,
aunque jalonada por periodos de mayor sufrimiento, la vida en el infierno no
dejaba de estar dotada de una cierta felicidad natural. Los pequeños placeres
de los que he hablado antes. Placeres bien intelectuales, bien de la compañía
de otros espíritus, bien la curiosidad de recorrer el mundo demoniaco, como el
que va de excursión.
Sé que estaréis sorprendidos de que no os presente un
infierno en el que el sufrimiento sea máximo, paroxístico, en cada momento, en
cada una de las horas. Pero no es así. En el infierno se sufre, pero no siempre
se sufre con la misma intensidad, hay momentos de calma. Repito, siempre hay un
sufrimiento sordo, constante, de fondo, en cada demonio. Pero no penséis que
esto hace del infierno un lugar más admisible de existencia. La eternidad es
algo cuyo peso va más allá de lo que podáis imaginar.
Aun así, los demonios empleaban sus infinitas
cantidades de tiempo en jugar entre ellos a complicados juegos intelectuales.
Como dos hombres en una isla desierta que juegan una y otra vez al ajedrez.
Otros creaban obras artísticas. No obras materiales, sino obras inmateriales de
arte. Una novela, por ejemplo, se imprime sobre papel. Pero podría radicar
entera en la mente de un hombre que la supiera de memoria. Un cuadro se pinta
sobre dos dimensiones. Pero imaginad un cuadro en tres dimensiones extenso como
un mundo. La eternidad da tiempo para pintar un mundo entero. ¿Qué puede pintar
un espíritu que nunca ha visto nada material? Sí, difícilmente entenderíais las
obras de arte de los ángeles, como no puede entender un ciego de nacimiento la
explicación del arte los pintores holandeses del siglo XV. Pero esas obras de
arte existían. Y los réprobos se dedicaron a las cosas finitas, ya que habían
perdido el Infinito. Ciertamente la mayoría de ellos se dedicaba al mundo
intelectual. Algunos especializándose en un campo concreto, otros acumulando
conocimiento por el placer del conocimiento.
A esto se dedicaban en el infierno. No estaban todo el
día entre llamas gritando de intenso dolor. Aunque sí que es cierto que ellos
vivían bajo el peso del desaliento sin remedio. Y, en ciertos periodos, se
abrasaban por un fuego inmaterial que nacía de ellos mismos, que les abrasaba
en su seno. Nadie les podía librar de ese infierno, porque ellos portaban el
infierno en su ser. Y, a veces, no siempre, sus mismos espíritus ardían.
Estaban recluidos allí sólo para no hacer daño a los que querían vivir en
paz.
Los espíritus doloridos de los demonios no encontraban
reposo. En cierto modo, era el puro cansancio, el mero acostumbramiento a esas
llamas, lo que les hacía, al cabo de días, al cabo de meses, volverse a
levantar y tratar de vivir lo mejor posible los días que quedasen de la
eternidad, con la certeza de que ésta no hallaría límite alguno.
Algunos de vosotros podréis ver el infierno como un
lugar dejado de la mano de Dios. Pero sin Dios el infierno sería peor. Hasta
allí llega la misericordia de Dios. Es su acción invisible la que levanta a los
demonios postrados en esos estados de dolor irresistible. Ellos no quieren
volver a la Casa del Padre. Pero el Padre les auxilia sin que ellos lo sepan.
Aun así, en los estratos inferiores, en las capas más
profundas de esas cavernas de oscuridad, se encuentran espíritus que sufren de
un modo espeluznante. Aun a ellos llega la misericordia de Dios aliviando sus
dolores. Pero qué poco se dejan ayudar. Lo cierto es que Dios está en todas
partes. Y eso significa que también el infierno está ante sus ojos. Dios
mantiene en la existencia ese lugar, que no es un lugar físico. El universo
material todavía no había sido creado, y ya existía el infierno.
Vosotros no lo entenderéis, hasta que veáis estas
realidades en Dios en el más allá. Pero, creedme, para los demonios es mejor
existir que no existir. Es mejor existir con un cierto sufrimiento, que perder
completamente la existencia. Algo es mejor que nada. Si no fuera por eso, Dios
no mantendría en la existencia un lugar como ése. Horrible y lleno de
sufrimiento, pero en el que también hay muchos momentos, la mayoría, en los que
gozan de pequeños placeres naturales. La cantidad de sufrimiento que hay en el
infierno es espantosa. Pero no hay sólo sufrimiento.
Ningún predicador se excederá nunca en explicar lo
terrible que es el infierno, los dolores que sufren sus moradores. El Averno es
más duro de lo que jamás podáis imaginar. Pero, insisto, no es sólo sufrimiento.
El Padre de todas las cosas no mantendría a ningún ser que existiera sólo como
puro sufrimiento. Incluso para ellos es mejor existir, aunque ellos mismos si
pudieran elegir, elegirían no existir. En el paroxismo de la tristeza, tomarían
esa opción casi todos. Pero después, más calmados, entienden que la existencia
es el gran don divino que permanece en ellos. La existencia con sus pequeñas
alegrías y sus tristezas.
No penséis, sin embargo, que esas pequeñas alegrías
hacen del infierno algo parecido a la existencia vuestra sobre la tierra. Ellos
ya no tienen esperanza, en ellos mora el odio, ellos saben que existe el Cielo
y que nunca entrarán en él. Ellos están acompañados por seres tan deformes, tan
desagradables, que su compañía es también un peso más que hay que añadir a sus
vidas.
El infierno tenía algo de isla desierta en medio del
mar, sólo que alrededor de ellos sólo había un Océano de Oscuridad. Por otra
parte, el infierno ofrecía la sensación de estar bajo tierra. Ofrecía esa
sensación porque no podían avanzar hacia el Cielo donde estaban todos, donde
estaba la Luz Radiante que sabían que nos llenaba de felicidad. Hacía el Ser y
los seres no podían subir, y en otras direcciones estaba la Nada. Qué sentido
tenía internarse en la oscuridad y el silencio. Antes de la creación del cosmos
material no había espacio. De forma que hablo de forma figurada cuando afirmo
que podían recorrer durante meses y años ese vacío, sin encontrar nada. No
existía el espacio, pero sentíamos ese no-ser que les rodeaba. Pero no se
arrepentían.
Los demonios no eran seres estables e inamovibles. Su
psicología, sus emociones, su forma de ver las cosas, cambiaban, evolucionaban.
En algunos aspectos mejoraban, en otros empeoraban. Pero lo que les definía
como demonios era que se aferraban a su decisión. Se dolían del error que
habían cometido, reconocían el error que habían cometido. Pero en las áridas
tierras de su voluntad, ya no germinaba la vida.
Creedme, todos los que quisieron arrepentirse,
pudieron hacerlo. Los que cayeron en el infierno, fueron los que se aferraron a
su propia decisión. Dios no podía obligarles al Bien, quisieran o no. El Tártaro no era una posibilidad más entre
varias, era la única posibilidad para aquellos que se niegan de forma definitiva.
¿Uno puede negarse definitiva e irrevocablemente? La respuesta es sí. No es
fácil, pero se puede lograr. No es fácil perder a Dios irrevocablemente, pero
os aseguro que los habitantes del infierno están allí, porque lo han
conseguido. Sólo el odio puede resistir al amor. Ellos lograron engendrar el
odio suficiente, para cerrar herméticamente sus corazones.
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