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El
Omnipotente Dios, Señor de todas las cosas, inesperadamente, habló. Se dirigió
a Satanás. Todos sabían que eran las últimas palabras, las últimas que le iba a
dirigir: Hijo mío, vuelve a mí. Te lo repito. Ésta es la última oportunidad. Tu
pecado no es mayor que mi misericordia. Fui grande al crear el Cielo, pero más
grande es mi perdón. Si retornas y lloras tus faltas, serás la Joya del Cielo.
En ti resplandecerá la luz de mi compasión perfecta. Los milenios, te
contemplarán y me glorificarán: Qué
grande fue el Altísimo al perdonarle todo su mal. Hijo mío, serás la joya
de mi misericordia. Brillarás y dejarás atónitos a los humanos que vendrán.
Ellos viéndote comprenderán que no hay pecado que no pueda perdonar. Tú, mejor
que nadie, podrás transmitir esa confianza al caído. Serás un gran predicador,
serás un gran intercesor que me repetirás a lo largo de los siglos: si me
perdonaste a mí, perdónale a él.
Satanás sintió el embate de las palabras divinas. El
silencio en el Cielo fue total. Una de las pocas veces en las que nadie habló
con nadie, en la que no se escuchó ni el lejano rumor de una sola palabra entre
aquellos miles de millones de ángeles. Todos estaban pendientes. El Padre de
los Ángeles prosiguió:
Tendrás que hacer penitencia, hijo mío. Pero al cabo
de los siglos, te recibiré con los brazos abiertos. Vuelve a mí. Si ahora no
aceptas esta última oportunidad, ya no habrá otra. Pasará un número de siglos
igual a los granos de arena de las futuras playas de todos los mares, las
pirámides se volverán polvo, los océanos se secarán gota a gota, y la eternidad
no habrá hecho más que empezar.
El Diablo irguió la cabeza y con toda frialdad
respondió: ¡Jamás! Nunca me arrodillaré.
Y el Monstruo hizo un amago de lanzarse de nuevo hacia
las constelaciones de ángeles. Él pensó que quedaría libre por los Cielos, que
podría seguir extendiendo sus mensajes entre los buenos. Pero ya no tenía
sentido dejarlo allí, haciendo el mal a otros, haciendo sufrir a los buenos.
Aunque los ángeles ya habían tomado su decisión definitiva, no había razón para
tener que aguantar su boca repleta de blasfemia. Así que Miguel recibió una
orden directa de Dios en su interior.
Y en el mismo momento que el Dragón hizo amago de
lanzarse hacia el mundo angélico de nuevo, Miguel el arcángel desenvainó la
espada y se la mostró. Satán se sonrió burlón y con un gesto de desprecio dio
el impulso para arrojarse hacia las nebulosas de ángeles. Miguel sin dudarlo,
con un gesto instantáneo, le clavó en el corazón la espada. La Verdad clavada en
pleno corazón del Diablo tuvo un efecto fulminante. El inmenso dragón se quedó
como con sus pies pegados al suelo, como si no pudiera levantarlos ni un
milímetro. Era como si hubiera chocado con un muro, esa espada era como una
muralla de granito.
El Diablo se quedó con la boca abierta, sin palabras,
tratando de agarrar con sus zarpas esa espada que el arcángel sostenía
incrustada en su pecho lleno de malignidad. Pero las zarpas delanteras no
llegaban. Hubiera querido agarrar por el cuello al arcángel con otra de sus
garras, hubiera querido golpearlo con su impresionante cola. Pero era como si
estuviera clavado al suelo. Satán gemía y se retorcía como una serpiente
herida, pero no podía hacer nada más. Incluso de su boca abierta no salía grito
alguno, sólo aquel gemido ahogado. Finalmente, San Miguel extrajo su espada del
Dragón.
San Miguel extendió su brazo y le dio una orden:
Fuera.
El Dragón padeciendo como una persona que está
sufriendo un infarto en su pecho, no tenía ninguna intención de obedecer. Pero
el arcángel volvió a levantar su temible espada. Belial, jamás quería volver a
sentir ese hierro cortando sus carnes. Horrorizado, abriendo sus ojos llenos de
pánico se aproximó hacia el abismo de oscuridad que tenía detrás. Se aproximó
con lentitud, el dolor del hierro en su pecho era como el de una persona
oprimida en su corazón que apenas tiene fuerzas para alcanzar un asiento. Antes
de abandonar el Cielo, Belial hubiera preferido protagonizar un cuadro heroico.
Una especie de digna escena final, algo con carácter épico. Pero no podía, ni
le salía la voz de la garganta, respiraba a bocanadas, oprimía sus manos contra
la herida del pecho. Tambaleándose se acercó al abismo, al gran precipicio, sin
decir nada, sin ni siquiera echar una última mirada a los circunstantes.
Simplemente se arrojó.
Un largo alarido dejó como estela perdiéndose en la
negrura sin fondo. Los horrorizados demonios, situados entre las huestes
divinas frente a ellos y el abismo de detrás, se lanzaron al precipicio. Y así,
los demonios fueron expulsados de la presencia de Dios. Y ya no se encontró
lugar para ellos en los Cielos.
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