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libros catolicos
La Gran Serpiente y los que decidieron unir su destino
al de ella, cayeron al abismo. Alrededor de la luz, del calor, de las nebulosas
angélicas estaba la Nada, el vacío más absoluto envuelto en la perfecta
oscuridad. Los rebeldes se arrojaron con todas sus fuerzas hacia esa oscuridad.
Una vez que Satán fue expulsado del Cielo por otro ángel, su última
humillación, Dios cerró con el muro de su voluntad el cosmos angélico. De lo
contrario, ellos hubieran intentado una y otra vez introducirse entre nosotros,
al menos merodear. Ya no tenía sentido dejar que vagaran en medio de nosotros,
los ángeles. Patético espectáculo hubiera sido verlos ir y venir buscando un
ángel, al menos uno más, al que capturar con sus argumentos. Hubiera sido muy
triste tener que escuchar sus insultos al que nos creó. La Trinidad en su
justicia determinó que fueran criaturas finitas los que los expulsaran, pero
después valló el mundo angélico con su voluntad. Ese muro no lo podían
atravesar.
Podría dar la sensación de que éramos nosotros los que
estábamos encerrados tras ese muro y que ellos vagaban con libertad. Pero, en
realidad, dentro de esos muros estaba el Ser. Fuera de ese muro estaba la Nada.
Ellos no estaban encerrados en un lugar localizable, sino arrojados a las
inacabables grutas de la Nada. Dios los encerró en el sentido de que no podían
entrar. Y así quedó escrito en la Sagrada Escritura que fueron arrojados del
cielo.
Si tuviéramos que poner en imágenes esa situación,
ninguna comparación es preferible a la del Universo Material. En cosmos
angélico estaban todos los ángeles con todos sus órdenes y jerarquías, con Dios
en su centro. Los réprobos estaban en la oscuridad exterior. Allí donde no
había ninguna constelación, ninguna claridad. Los espíritus al caer en ese estado
sintieron frío y soledad. En medio de esa Nada se agruparon. Al menos juntos
sentían una cierta compañía. El Divino Querer en su bondad no les impidió estar
juntos.
Una entera eternidad completamente aislados entre sí
hubiera sido más insufrible. Podéis ver en esto que Dios, hasta en el infierno,
les concedió misericordia, atenuando los sufrimientos que habían merecido. Al
menos podrían hablar entre sí
Algunos de ellos en los siglos por venir, se alejarán
asqueados, dolidos, del modo cómo eran tratados por otros demonios. Pero, al
final, siempre retornaban. La completa soledad era una carga más difícil de
soportar que la compañía de los malos.
La Palabra de Dios dice que fueron encerrados en
cavernas. Esa expresión, aun en un mundo sin materia, es perfecta. La sensación
que ellos tenían, era la que vosotros experimentaríais siendo encerrados en un
lugar oscuro, bajo tierra, como una cueva.
Ellos eran como cuevas de existencia en medio del
no-ser. Y eran millones. Ya os dicho que el número de ángeles era un número
astronómico. En el peor momento, llegaron a dudar hasta una tercera parte de
los ángeles. El pecado de dudar de Dios manchó el corazón de muchos. Pero
después el número de los caídos se fue reduciendo. Os hablaré con términos
numéricos que entendáis con claridad: Los peores no llegaron a ser ni un 1% de
espíritus angélicos. Y a lo largo de la guerra los rebeldes fueron sufriendo
bajas aun de este porcentaje. Al final, no se condenó ni siquiera una centésima
parte de ese 1%. Pero ese porcentaje en un número de espíritus tan grande,
suponían millones de condenados. Terrible tragedia.
Todos ellos ya estaban muy decididos. Eran los más
fieles de entre los fieles. Pero aun entre ellos había gradaciones en la
decisión. Sólo se arrojaron al abismo, aquellos que ya estaban completamente
malignizados. Por usar vuestros términos, sólo aquellos que después de toda una
vida ya se habían decidido de forma irrevocable, dieron el paso hacia el
abismo. Sólo aquellos que resistieron la gracia divina en sus corazones hasta
la consumación de esa resistencia, dieron ese paso.
Y, por supuesto, en toda lista siempre hay un último.
Siempre hay un último secuaz que a pesar de su maldad, los esfuerzos de la
gracia tocaron a la puerta de su conciencia por última vez. ¿Os podéis imaginar
el momento supremo en que el último secuaz de Satanás selló su destino? Pues
sí, hubo un último ángel caído que dudó, que sabía perfectamente que ése era el
momento de la decisión.
Mucho tiempo después, en la eternidad, volvimos a
contemplar ese momento una y otra vez: la última duda de ese último ángel. Qué
instante tan supremo. Y después el misterio de una voluntad que optó por Satán.
Escoger a Satán en vez de a Dios. Qué enigma. Pero así sucedió.
Toda la eternidad pendiente de un momento. Toda la
vida de un ángel que había conducido a ese momento. Dios a nadie le condujo a
una situación tan angustiosa. Pero ellos mismos habían rechazado las gracias,
hasta llegar a ese borde, a esa línea divisoria entre la salvación y la
condenación.
Esas cavernas de existencia en medio de la nada, ese
encerramiento fuera del cosmos angélico, esa sociedad de demonios, era el
infierno. Hasta entonces habían estado en el cielo, ahora estaban en el
infierno. Es allí, en el infierno, donde los ángeles caídos menos corrompidos
se transformaron plenamente en demonios.
Estrictamente hablando, en la batalla celestial
algunos de los ángeles caídos ya eran demonios. De los rebeldes algunos se
arrepintieron. Pero todos los que se arrojaron con Satanás al abismo, ciertamente
ya eran demonios. Sin embargo, la transformación plena se consumaría en el
fuego del odio dentro de esas cavernas. Durante el largo comienzo de la
eternidad, las lágrimas de rabia sin arrepentimiento acabarían de tornar a esos
espíritus en monstruos de resentimiento.
Esos demonios en la guerra ya tenían el infierno en
sus corazones, poseían el infierno con sus sufrimientos, con su odio dentro de
sí; pero se encontraban en mitad del Cielo. Ahora los demonios habían sido
arrojados en una sociedad enteramente hecha a su imagen de sus deseos. Lo que
ellos hubieran querido que fuera el Cielo, lo tenían a una escala reducida en
el infierno. Allí podían hacer lo que deseasen, tenían toda la libertad.
Estaban rodeados de individuos que pensaban como ellos, que estaban animados de
los mismos ideales. De tener el infierno en el interior de sus corazones,
pasaron a ser arrojados enteros en el infierno.
Dios no añadió ningún sufrimiento a los desobedientes.
Se limitó a dejar que ellos siguieran sus senderos extraviados. No podía
haberlos dejado vagar por el Cielo, entre las jerarquías de los buenos, porque
eso sólo hubiera provocado dolor en los buenos. Ya no tenía sentido. Pero Dios
no añadió ni el más pequeño castigo sobre esos hijos suyos. El castigo consistió
en sentenciar: de acuerdo, si queréis seguir vuestros caminos, seguid vuestros
caminos. El infierno hay que entenderlo desde la Parábola del Hijo Pródigo. El
padre dejó que su hijo abandonara la casa. Queréis que vuestro dios sea
Satanás, que así sea. Queréis un destino autónomo de mí, yo no os lo impediré.
Queréis vivir bajo vuestra propia ley, viviréis bajo ninguna ley, vuestra
voluntad será vuestra ley, la que cada uno quiera otorgarse a sí mismo: y así
nació el infierno.
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