su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

capitaneado por Satán, luchó y sigue luchando contra los religiosos



  Satán, luchó y sigue luchando contra los religiosos que defienden el foso. Satán lleva por armas la soberbia, el engaño y la ambición. Se hizo entre las dos partes una gran guerra, y fueron heridos o muertos muchos religiosos que llevan el hábito de la humildad por fuera, pero el león de la soberbia en su corazón. Aparecen exteriormente a los hombres como humildes, con la cabeza inclinada hacia la tierra, pero en su corazón se figuran más altos que el cielo. VI en mis tiempos a dos religiosos de dos órdenes de la enseñanza que, segregados de la tierra, parecían santos varones despreciadores del mundo. Fueron vencidos por el diablo, dejaron el claustro, se implicaron en asuntos mundanos, y entraron en el número de los no llamados. Huyeron de las incomodidades de la vida monacal, lo que produjo un gran revuelo en dichas órdenes religiosas, y fue causa de muchas murmuraciones. Se hicieron desvergonzados como si nada indecente hicieran contra su condición, y cual si fuesen sordos, pasaban de todo. Pelea también el diablo con otros religiosos por la ambición, y tanto los hiere con miserables aspiraciones, que cuando no son nombrados superiores de su orden, no pueden vivir con los suyos, y se cambian de orden donde puedan satisfacer sus ambiciones, sin recordar que cuando el pueblo quiso hacer Rey a Cristo, se escapó al monte: Juan, 6, 15. Y el Apóstol en I Corintios, 13, 5 dice: La caridad no es ambiciosa. Sobre lo cual apostilla Agustín: La caridad busca el ocio santo, su objetivo es la verdad. Según la caridad, cuando se trata de obtener un cargo, si nadie lo impone, hay que atenerse a la realidad [el más digno]; si se impone, hay que aceptarlo, por necesidad de la caridad. Encuentra el diablo otros religiosos que desean visiones y revelaciones, deseo que raramente se encuentra, sin que conlleve una raíz de soberbia y presunción, o de vana curiosidad. Permitiéndolo la justicia de Dios, se meten en ilusiones y decepciones manejadas por el diablo, quien muchas veces siembra tentaciones espirituales en nuestros tiempos, y dan a conocer en su corazón que son ministros del anticristo. Así caen muchos religiosos heridos de soberbia por los demonios. Por lo tanto hay que huir de tal deseo como del veneno, pues no se conceden por tal deseo visiones y revelaciones verdaderas, que sólo proceden de la pura bondad de Dios para el alma que posee gran humildad, temor, reverencia y ferviente amor a Dios.

A otros religiosos hiere el diablo, cuando en las oraciones que hacen, experimentan algún consuelo, que se funda en su presunción o estimación de soberbia de sí mismo, que los induce a ambiciones de su propio honor y gloria o en esta vida o en el paraíso, cuando tal consuelo incluye principalmente saciedad y alivio de su propia pasión. De todo lo cual se sigue multitud de malísimos vicios y errores, y por lo tanto hay que huir totalmente de tal consuelo. Sólo hay que mantener aquel que sigue al conocimiento exacto de sí mismo, y al sentimiento de su propia nada e imperfección, con sujeción grande a Dios Altísimo, con gran reverencia y gran deseo del honor de Dios: En estas y similares razones debe fundarse tal consuelo. Los religiosos devotos deben estar prevenidos también de toda imaginación y visión, por muy alta y cierta que aparezca, si dirige su corazón a opiniones o afectos contrarios a algún artículo de la fe o buenas costumbres, porque sin duda procederá del diablo. Ésta es la doctrina de aquel iluminado y santo varón, hermano Pedro de Santoyo, en sus notables remedios contra las tentaciones espirituales, quien fue uno de los principales reformadores de nuestra orden en el reino de Castilla. ¡OH! ¡Qué debilitado está el foso de la ciudad de Dios, y cuán pocos religiosos verdaderos y humildes se encuentran en el mundo! Sobre todo cuando muchos caen en una santidad simulada. Deben ser llamados sepulcros blanqueados, llenos de la inmundicia de la muerte. Pero aunque innumerables caigan y perezcan en el foso, vencidos por el diablo, algunos siempre permanecen y resisten virilmente. Dios los conoce y reserva para la defensa de su ciudad amada. El segundo cuerpo de ejército, cuyo jefe es el diablo Belcebú, ataca el antemuro, y da una segunda batalla: Sus armas son la opresión, la injusticia, la indignación, y emprende una fuerte batalla, en la que muchos príncipes y soldados fueron heridos en miembros principales. Los nombres de las heridas causadas por las armas del diablo se llaman opresión de los pueblos y destrucción de los débiles, injusticia e indignación. De tales príncipes y soldados se explica en Eczequiel 22, 27: Sus príncipes en medio de ella son como lobos que roban la presa, para derramar su sangre y perder su alma. Y así se rompe el antemuro de la justicia y de la equidad, porque los vigilantes, es decir, los cortesanos y consejeros están dormidos. 

No vigilan por el bien de la ciudad sino por el bien propio, aconsejando a los príncipes injusticias, opresiones, adulándolos, y alabando su mal régimen. De tales príncipes dice el Señor por el profeta Oseas 8, 4: Reinaron, pero no por mí. Existieron príncipes, pero no los conocí. Verdaderamente en este tiempo consiguió el diablo una gran victoria, y gran presa sobre príncipes y soldados. Porque sólo se encuentran quienes procuran presidir con tiranía, más que obrar rectamente en su mandato. Los príncipes ya no buscan consejeros virtuosos y honestos, sino hombres que sean como zorros muy astutos y fraudulentos, con los cuales pueden disfrazar sus malicias y tiranías, por invenciones diabólicas exquisitas. Cautivos por el diablo, al fin perecerán.


     El Vicario de Cristo ya casi nada puede hacer en las iglesias, sino sólo lo que place a los príncipes. Así, son elegidos siempre para dignidades y beneficiados de las iglesias, hombres necios y hasta criminales, niños de teta, e incluso los que aún no han salido del vientre de su madre[60]. Así pues, el antemuro de la ciudad de la justificación aparece todo roto y conquistado por los demonios, aunque Dios en su secreto juicio siempre reserva algunos hombres, en los que se guarda la verdad de la justificación, pero son tan pocos que apenas se distinguen entre la multitud de malvados. Siempre conservan el número de siete, según lo que dice el II de los Reyes, 19, 18: Se reservó en Israel siete mil hombres, que no doblaron sus rodillas ante Baal. Se entiende por tales, los hombres fieles a los siete dones del Espíritu Santo, distinguidos, ilustres, según las reglas, que no doblan las rodillas por consenso con el diablo guerrero. El tercer cuerpo de ejército de demonios guerreros querían tomar el muro violentamente, pero no pudieron porque, como se dijo, el muro es la caridad, y la caridad es fortísima: I Corintios, 13, 8: La caridad nunca termina. Queriendo el capitán de esta compañía que se llama Mammón, triunfar de los defensores del muro, armó a sus soldados con las fuertes armas de la avaricia y la simonía, y como el muro sufriera demasiado, no pocos prelados vinieron a parlamentar con Mammón, y llegaron a un acuerdo. Dime quien pertenezca a la Iglesia, que no haya sido elegido por Mammón. [Desde entonces], si deseas algo en la Iglesia, es necesario que Mammón interceda por ti. Si quieres llegar a obispo, debes tener por abogado a Mammón. Porque desde el mayor hasta el menor, todos están entregados a la avaricia, y desde el profeta hasta el sacerdote todos fabrican engaños: Jeremías, 6, 13. Ya nada valen los concursos para los canonicatos de las iglesias catedrales, sino los favores y el dinero; nada la ciencia ni la vida honesta, sino la astucia y malicia de Mammón. Así se destruyó en su mayor parte el muro de la ciudad de la justificación, y muchos de sus vigilantes fueron muertos, por no vigilar el cuidado de las almas sino de las bolsas. Así dice Bernardo: ¿A quién atribuyes el número de prelados que no se dedican a extirpar los vicios, sino a vaciar las bolsas? Más ponen sus miras en el salmón que en Salomón. 

Así se lamenta el Señor en Eczequiel 22, 26: Sus sacerdotes despreciaron mi ley, profanaron mis santuarios, no hacen diferencia entre lo santo y lo profano, ni enseñan a distinguir entre lo limpio y lo inmundo, cierran lo ojos a las violaciones de los sábados, y Yo soy profanado en medio de ellos. Roto pues el muro y muertos los defensores inicuos por las heridas de la avaricia y simonía, entraron los demonios en la ciudad de la justificación, y mataron a sus hijos, a saber, sus pensamientos; a sus mujeres, o sea sus afectos; a sus varones, que son los acuerdos. A todos los cuales llevaron cautivos a la condena perpetua del abismo infernal, y quemaron la ciudad, en la que no quedó piedra sobre piedra, porque no pervivió en la ciudad casi nada de justicia, nada de humildad, nada de caridad. Dice el Eclesiástico 49, 8: Incendiaron la elegida ciudad de la santidad, y quedaron desiertas sus calles.

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