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Nos cuenta el jesuíta P. Juan Bautista Manni de una
señora que durante muchos años estuvo callando en sus confesiones un pecado
deshonesto.
Por el lugar donde vivía esta señora pasaron dos
religiosos de Santo Domingo, y ella, que siempre aprovechaba las ocasiones de
tener a mano un confesor forastero, rogó a uno de ellos la oyese en confesión.
Cuando luego continuaron su camino los dos frailes,
uno de ellos le dijo al otro, al que había confesado a la señora, que mientras
la estaba confesando había visto él salirle de la boca muchas víboras y que ya estaba
para vomitar también un culebrón, pero que éste volvió a esconder la cabeza y a
meterse todo dentro de la mujer, cosa que entonces hicieron igualmente todas
las víboras expulsadas anteriormente.
El confesor, sospechando lo que aquello podía significar,
tornó a la casa de la señora; pero al llegar dijéronle que, mientras se
retiraba a sus habitaciones, había muerto repentinamente.
Más tarde, haciendo el dicho fraile oración, se le
apareció la infeliz mujer condenada.
—Yo soy —le dijo— la mujer que usted confesó el otro
día. Vivía mi alma en pecado y siempre tuve reparo de confesarme con los
sacerdotes del lugar. Dios le envió a usted para mi remedio, pero también esta
vez me venció la falsa vergüenza. Y Dios me ha enviado de improviso la muerte
al entrar en mi aposento y con toda justicia me ha condenado al infierno.
Dijo; y. abriéndose la tierra,
desapareció en sus abismos.
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