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Refiere el P. Francisco Rodríguez que en Inglaterra,
cuando aún reinaba allí la fe católica, el rey Egbert tuvo una hija de rara
hermosura. Muchos príncipes pretendían su mano.
Preguntada por su padre si quería contraer matrimonio,
respondió que tenía hecho voto de castidad perpetua. Le obtuvo el rey dispensa
de Roma, mas ella se mantuvo firme en no querer a otro esposo que a Jesucristo.
Pidió a su padre licencia para vivir retirada en un
palacio solitario, y el padre, por el grande amor que le tenía, accedió a sus
deseos, señalándole una pequeña corte de servidores, conforme a su alta
dignidad.
Se entregó a una vida santa de oración, ayunos,
penitencias, frecuencia de sacramentos y visitas a los hospitales, donde ella
misma serbia a los enfermos.
En este género de vida y en la flor de sus días vino a
sorprenderle la muerte.
Cierta noche, estando en oración una de las damas que
había sido aya de la princesa, oyó un gran estruendo y vio en seguida un alma
en figura de mujer, rodeada de fuego y cargada de cadenas, entre una nube de
demonios, la cual le dijo:
—Soy la hija infeliz de Egbert.
— ¡Cómo! —repuso el aya—, ¿condenada tú después de una
vida tan santa?
—Condenada, si y muy merecidamente
por mis pecados.
— ¿Pues qué?
—Has de saber que, cuando yo era niña, gustaba
sobremanera de que uno de mis pajes, por el cual sentía grande inclinación, me
leyese hazañas en algún libro. Una vez, después de la lectura, me tomó la mano
y dejé que me la besara, lo cual fue abrir la puerta a las tentaciones del
demonio, hasta que los dos al fin terminamos pecando.
“Fui a confesarme; comencé a declarar mi culpa, mas he
aquí que el indiscreto confesor me atajó diciendo: «¡Cómo! ¿Pero es posible que
esto haga una reina?» Corrida de vergüenza, yo le dije entonces que todo había
sido cosa pasada en sueño.
”Desde entonces hice penitencias y limosnas, a fin de
que Dios me perdonase, pero sin decidirme nunca a confesar mi pecado.
”En la hora de mi muerte, dije al confesor que había
sido gran pecadora, a lo que él me respondió que arrojase de mi tal pensamiento
como una tentación.
”Al expirar, fue arrojada mi alma a
la condenación eterna”.
Esto dijo, y desapareció; pero fue con tal estrépito,
que parecía derrumbarse el mundo entero, y dejando en la habitación un olor
pestilente, que duró varios días.
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