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. Cuéntase que una madre pregonaba a gritos en su
lecho de muerte su condenación eterna a causa de sus muchos pecados y de sus
malas confesiones.
Entre otras cosas, se lamentaba de su descuido en
satisfacer ciertas restituciones.
Como una hija suya se acercara a decirle: “Pues mire,
madre, restituya todo lo que debe; no me importa que haya que venderlo todo; lo
único que quiero es que su alma se salve”, ella respondió: “¡Ah, hija maldita!
También por ti, por los escándalos que te di con mis malos ejemplos, me
condeno”.
Y todo era vocear desesperadamente. Hicieron venir un
Padre Capuchino, el cual la exhortó a confiar en la misericordia divina. A lo
que la infeliz respondió:
— ¡Nada de misericordia! ¡Estoy condenada! ¡Ya se me
ha dado sentencia, y ya he comenzado a sentir los tormentos infernales!
Se vio entonces su cuerpo levantado en alto hasta las
vigas del techo y ser arrojado desde allí violentamente contra el suelo; y
expiró.
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