su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

por un solo pecado de pensamiento se ha condenado.

 


Cuenta el Padre Serafín Razzi que en una ciudad de Italia vivía una distinguida señora, al parecer virtuosísima.

Recibió en trance de muerte los últimos Sacramentos, dejando a todos los presentes sumamente edificados. Y murió.

A vuelta de unos días, una hija suya, que rezaba y encomendaba al Señor, como de costumbre, el alma de su madre, oyó un ruido extraño a la puerta. Miró y vio la horrible figura de un puerco que ardía y apestaba.

Tal espanto se apoderó de la pobre niña, que corrió a tirarse por la ventana. Mas oyó una voz que le decía:

— Detente, hija mía, detente; soy tu desventurada madre, a quien todos tenían por santa, pero a quien Dios ha condenado al infierno por pecados que cometí con tu padre y que por rubor nunca confesé. No reces, pues, por mi, que tu oración aumenta mi tormento. Luego, entre alaridos, desapareció.Era refiere el célebre doctor fray Juan de Ragusa— una mujer de vida muy espiritual. Frecuentaba la oración y los Sacramentos, y hasta el propio obispo teníala por santa. Fijó en cierta ocasión sus ojos en uno de sus criados, y tuvo la desgracia de consentir en malos pensamientos.

Como sólo se trataba de un pecado mental, hacía por convencerse de que no sería necesario confesarlo. Con todo, los remordimientos de conciencia no la dejaban en paz.

Enfermó de gravedad; aumentaron los remordimientos, pero ni aun entonces tuvo valor para confesar su culpa. Y así murió.

El obispo, que era su confesor y que la tenía, como se dijo, en concepto de santidad, hizo pasar procesionalmente el cadáver por toda la ciudad, dándole luego sepultura en al capilla particular de su palacio para satisfacer así a la mucha devoción que le tenia.

Mas sucedió que, al día siguiente del entierro, el señor obispo, entrando en la capilla, vio sobre la losa sepulcral un cuerpo extendido y cubierto en muchas llamas. Le conjuró por Dios a que dijese quién era. —Soy su penitenta —respondió—, que por un solo pecado de pensamiento se ha condenado.

Y con gritos desgarradores maldecía la falsa vergüenza causa de su eterna desgracia.

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