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Cuenta el P. Martin del Rio que en la provincia del
Perú vivía una joven india, llamada Catalina, sirvienta en la casa de una
piadosa señora, la cual la indujo a bautizarse y a frecuentar los Sacramentos.
La joven confesaba a menudo, pero
callaba ciertos pecados.
Enfermó de muerte. Nueve veces se confesó durante la
enfermedad, pero siempre sacrílegamente. Ella misma enteraba de su sacrílego
procedimiento a las demás muchachas de la casa, las cuales, a su vez, se lo
contaron a la señora. Pudo ésta entonces enterarse por la misma moribunda de
que los pecados que ocultaba eran ciertas faltas de impureza. Puso en autos al
confesor, el cual, llegándose a la enferma, la exhortó vivamente a declarar
todas sus culpas. Pero Catalina seguía obstinada en su reserva, y. harta al fin
de tanta insistencia dijo al confesor:
— Dejadme, señor, en paz y no me molestéis más, porque
perdéis el tiempo.
Y volviéndose la espalda, púsose a
cantar aires profanos.
Estando ya para agonizar, como las compañeras
intentaran poner en sus manos un crucifijo, exclamó:
— ¡Déjame de crucifijo! ¡Ni sé qué es
eso ni lo quiero saber!
Y con estas palabras en los labios
expiró.
Desde aquella misma noche se oyeron tales ruidos y tan
mal olor se derramó por toda la casa, que la dueña se vio en la necesidad de
cambiar de domicilio.
Posteriormente se apareció a una de sus antiguas
compañeras, diciéndole que se hallaba en el infierno por sus malas confesiones.
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