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muchos que no pueden hacer una verdadera penitencia de sus pecados sino se entregan a las austeridades corporales; sin embargo, sepamos que quien hace una verdadera penitencia de sus pecados es aquel que se esfuerza por realizar todas sus acciones con el propósito de agradar a Dios. Esta es una cosa muy perfecta y de gran mérito" (San Francisco de Sales).
No se lee que San Francisco de Sales y otros grandes Santos hayan afligido continuamente sus carnes con ásperas penitencias, y sin embargo, alcanzaron la santidad aplicándose a santificar todas sus acciones y haciendo con perfección todo lo que creían que el Señor exigía de ellos.
El siervo de Dios Berchmans, que trabajaba continuamente para llegar a ser santo, realizaba de la manera más perfecta posible sus acciones ordinarias. Había tomado como divisa la sentencia escrita en un papel que leía muchas veces: "Mi más grande penitencia es la vida común. "
"Si el hombre conociera de qué modo el Señor recompensa en la otra vida el bien que se haya hecho en esta, su entendimiento, memoria y voluntad no se ocuparían sino en hacer buenas obras y en sufrir cualquier trabajo que se le presentara" (Santa Catalina de Génova). Una persona que había hecho grandes sacrificios por Dios experimentó luego consolaciones indecibles, por lo cual exclamó: "Si el Señor es tan dulce para los mortales que hacen algo por su amor, ¡cuál deberá ser la dicha de los Santos en el cielo!" San Francisco de Asís decía cuando tenía más que sufrir: "El bien que yo deseo y espero con confianza es tan grande que los tormentos son para mí las mayores delicias." Los Santos que están en el cielo consentirían de buena gana, si les fuera posible, padecer extremadamente hasta el día del juicio por poder conseguir la recompensa de una Ave María. Rezada con devoción, decía una Santa.
"Un bello elogio se hace de este gran Santo, diciendo que no era ordinario en las acciones ordinarias. La gracia era el principio de sus acciones, la caridad un motivo, y así las realizaba en la presencia de Dios, animado por un gran fervor. Acaso no se podría encontrar a otro que fuese más puntual que san Francisco de Sales, no solamente en público cuando se hallaba en el altar o en el coro, observando con la más perfecta fidelidad las más pequeñas ceremonias, sino aún en particular cuando rezaba el oficio divino y satisfacía otros deberes.
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