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La Sacratísima Virgen le aseguró que, en menos de veinticuatro horas, ascendería al descanso eterno.
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En la ciudad de Montpellier, en Francia, en el año mil doscientos treinta y tres, la gran Reina visitó al Beato Leodato, miembro destacado de la orden de Predicadores, llenando su alma de consuelo celestial.
Este Santo se encontraba muy cerca de la muerte, como se confirmó al día siguiente. Mientras se encomendaba a la Santísima Virgen, la vio entrar en su habitación como una visión primaveral, más hermosa que el sol. Con un rostro apacible, la Virgen le dijo estas palabras: "Muy pronto te verás en el cielo, hijo mío Leodato".
Sorprendido y tembloroso, Leodato preguntó: "¿Quién sois, Señora, que así me habláis?". La Virgen respondió: "Yo soy María, Virgen y Emperatriz, que gobierna el cielo y la tierra". Confuso y dudoso debido a su humildad, Leodato replicó: "No puedo creer que tan alta majestad se digne visitar a una criatura tan vil, llena de pecados y merecedora de mil infiernos, como soy yo. Pero, Señora, si sois vos quien me lo dice, Madre mía, no quiero vivir más en este mundo, un verdadero valle de lágrimas y miserias. Llevadme tras el aroma y la fragancia de vuestros vestidos hacia la bienaventuranza eterna".
La Sacratísima Virgen le aseguró que, en menos de veinticuatro horas, ascendería al descanso eterno. Mirándolo con indecible cariño, le dijo: "Amado mío, te quiero mucho porque también tú me amas, como lo demuestran los numerosos Rosarios que has rezado en esta vida. Sepa que soy protectora de toda tu religión y siempre estaré presente para asistirla". Después de consolar su corazón, la Virgen desapareció, dejándolo lleno de un gozo celestial y fortalecido para enfrentar el inminente trance de la muerte al día siguiente.
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