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Un doctor célebre de París, apareciendo frente a un obispo, confesó que no sabía otro destino en el Infierno sino estar condenado, y que no tenía esperanza de alivio.
La voluntad estará contumaz en su malicia, sin que jamás en todo el espacio interminable de pena, como querer siempre lo que nunca será, aborrecer perpetuamente lo que nunca dejará de ser.
¿Si la mezquina alma del condenado pudiera encontrarse bajo la poderosa mano de Dios, y besar aquella diestra que tan justamente lo castiga, mitigaría su dolor, como mitigan en el Purgatorio aquellas almas que lo habitan? Pero la proterva, siempre se enfurece más, y como un escollo, bajo la vara que le golpea.
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