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Vino el Espíritu de Dios en Pentecostés en una señal sensible, en un sonido de grande majestad y aparato, a manera de un espíritu vehemente que venía desde el cielo a la tierra; el cual llenó toda la casa donde estaban los apóstoles. Y este Espíritu y sonido vehemente comenzó a despedir de sí lenguas de fuego, resplandecientes y hermosas, que hacían mansión sobre las cabezas de los discípulos, llenándolos de sabiduría y moviéndoles las lenguas a publicar en altas y diversas voces, aquello mismo que bebían en la fuente del amor. Este divino Espíritu no solamente llenó a los apóstoles de sí mismo: "Repleti sunt omnes Spiritu Sancto"; sino también llenó con su majestad y presencia sensible toda aquella casa, dejándola por este camino consagrada en Iglesia y digna de toda veneración. Y para que de esta plenitud, como de fuente, se derivase dignidad y respeto en las demás: "Replevit totam domum".
Una de las cosas que el Espíritu Santo enseñó a los discípulos en este día fue la suma veneración con que debían ser tratados los templos y casas de Dios. Y con esta buena y santa doctrina criaron a sus pechos todos aquellos espirituales hijos en la primitiva Iglesia. En la cual de tal modo respetaban los lugares sagrados de oración y sacrificios que por todo el mundo no se sufría en ellos el menor desorden y falta de reverencia. Todo lo que en esto se reconocía era agriamente reprendido, como se conoce en la carta de San Pablo a los Corintios, en la que reprende severamente los desconciertos en el templo; y es el primitivo lugar del Nuevo Testamento con que se arguyen las faltas cometidas en las iglesias de la ley de gracia. Y no contento el apóstol con lo que allí dijo, añade que reservará otras cosas de reformación en este punto para cuando esté personalmente con ellos.
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