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Al distribuir la Comunión Pascual en la iglesia de San Amado en Douai, Flandes, se encontró una hostia en el pavimento. Profundamente afectado, el sacerdote se arrodilló para recogerla. Sorprendentemente, la hostia se levantó por sí misma y se colocó sobre el purificador. Inmediatamente, el sacerdote llamó a los canónigos, quienes, completamente maravillados, presenciaron no solo la Hostia, sino el sagrado Cuerpo de Jesucristo con la forma de un niño celestial. El pueblo también fue convocado, y todos fueron testigos del prodigio. Un historiador de la época relató que, debido a la notoriedad del milagro, se trasladó personalmente a Douai. En la iglesia de San Amado, tras solicitar al deán, a quien conocía, ver la Hostia milagrosa, se abrió el copón y la vi. Aunque los presentes afirmaban ver a su Salvador, yo solo veía el Sacramento en su forma habitual. Sorprendido y afligido, consulté mi conciencia para discernir si alguna falta secreta me privaba de la gracia que alegraba a los demás. En medio de sentimientos inexplicables, finalmente divisé la adorable faz de mi Señor Jesucristo, que no era un niño.
Su cabeza, que se presentaba casi de perfil, ladeada hacia la izquierda, estaba ligeramente inclinada sobre su pecho; hallábase coronada de espinas y dos gruesas gotas de sangre se deslizaban por sus mejillas. Caí de hinojos adorando al Señor y derramando fervorosas lágrimas. Cuando me levanté, había desaparecido la sangrienta corona, y vi únicamente a mi Divino Maestro tal como debía ser durante los años de su vida pública: larga era su nariz, arqueadas sus cejas, inclinados los ojos; flotaba la cabellera por encima de sus hombros; su pelo junto a las orejas y en torno de la boca era bastante espeso, y se encorvaba un poco debajo de la barba; su frente era alta y majestuosa, flaco su rostro, y largo el cuello y un poco inclinado, lo propio que la cabeza. Todo respiraba bondad en esta divina faz.
El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo se distinguía tan pronto bajo una forma como bajo otra diferente; unos le veían extendido en la cruz, otros en la majestad del juicio, la mayor parte bajo la figura de un niño. Lo cual es una razón para hacer notar que, en este milagro eucarístico, como en todos los demás, después de todo, las especies sacramentales únicamente desaparecen para darnos testimonio de la verdadera presencia de Jesucristo en el Santísimo Sacramento, y no para mostrárnoslo en el inaccesible estado de su gloria, en el estado en que le veremos un día en el paraíso.
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