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Fue, pues, fray Francisco de Cartozeto, natural de una aldea de Fano , nacido de padres humildes, aunque rústicos labradores, como lo eran, y tenían su vida en el campo, apenas su hijo en la edad pueril había comenzado a aprender los primeros rudimentos de la latinidad, cuando le aplicaron al trabajo de la agricultura. se Ocupába continuamente en este ejercicio; mas no entregándose a él de manera que apartara el ánimo de la devoción y piedad, ni a los estudios de las cosas divinas.
Solía retirarse a los lugares más solitarios, donde nadie pudiera verle; allí, de rodillas, hacía oración y, castigando el cuerpo con disciplinas, que eran muy frecuentes en él, se enseñaba a vivir sujeto al espíritu. Cuando llegó a los quince años, su mayor deleite era la lectura de libros devotos, con los cuales se educó, huyendo cuanto le era posible de las conversaciones de los de su edad, y Especialmente las de las mujeres, y negándose a entretenimientos inútiles, que solo sirven de distraer, aficionaba únicamente la voluntad al amor y deseo de las virtudes.
Crecía en ellas cada día más; y teniendo ya diez y siete años, para que la serpiente infernal y diabólica con el veneno de sus falsas delicias no inficionase la flor de su adolescencia, inspirándoselo el Padre celestial de las luces, se determinó a dejar el mundo y sus ricos goces, y a entrar en la religión de nuestro Patriarca Serafico san Francisco, que se llama de la Observancia.
Tomó el hábito, profesó, y vivió mucho tiempo allí, sirviendo a Dios con tal perfección y aprovechamiento, tan altamente en la disciplina regular, aspereza de vida y estudio universal de toda virtud, que no comiendo más de una vez al día, y observando los ayunos enteros de nuestro Padre san Francisco, con tanto rigor que los ayunaba a pan y agua, añadía sobre estos los demás ejercicios santos y virtuosos que constituyen un varón evangélico.
Leyendo una vez en un libro, en que se trataba de la Observancia perfecta de la Regla Serafica, y echando de ver que en esta parte había declinado algo su Orden; principalmente en lo que tocaba a la pobreza altísima de su profesión, empezó a pensar en el negocio profundamente, y le afligía el caso de tal modo que en la oración derramaba perpetuas lágrimas.
Se confesó, recibió el Santísimo Sacramento y luego la Extremaunción; y estando ya muy cercano a la muerte, cuanto los ojos corporales se hallaban en lo privados de vista, tanto los del entendimiento se le ilustraron para mirar las cosas divinas más claramente.
Porque al tiempo de dar él el último suspiro, con movimientos de muerte sumo gozo, ya interiores y ya exteriores, empezó a exclamar y a decir: "Pacífico, ha Pacifico, ¿no ves esto?" Respondió y le dijo Pacifico: "¿Qué es, Padre mío, lo que he de ver?" Él le volvió a decir: "No, señora, se ve, hijo, un camino de gran resplandor, que se extiende desde aquí al cielo, adornado por todas partes de alfombras y paños riquísimos, tejidos de oro y piedras preciosas." Y clavando en el cielo los ojos un breve rato, y después levantando el cuerpo y descomponiéndolo de placer lo que pudo. "Quita", le dijo, "quita de ahí cuantas cosas hay, porque no embaracen a los que vienen. Ea, da lugar a ese hermosísimo Coro." Pacifico le preguntó qué Coro era aquel, y a dónde, y qué, y a dónde, y a qué venía. A lo cual respondió: "Mira a la Reina de los Ángeles, acompañada de infinitos Santos y Vírgenes. Mira a la Señora de los Cielos. Ya es tiempo de caminar. Vamos, vamos con ella."
Desatadas las voces de su alma dichosa, liberada de los lazos y prisiones del cuerpo, en compañía de la Virgen Santísima y de los demás bienaventurados, subió a la patria de los escogidos y amigos de nuestro Dios. Así fray Francisco, que entre los Capuchinos se cuenta el segundo, entró en el cielo en el año de 1526, el primero de todos, como haciendo paso a los siguientes, y previniéndoles la perpetua morada que habían de ocupar después.
No fue en vano mostrársele aquel camino resplandeciente, vestido de adornos tan soberanos. Pues si al tiempo de la muerte de San Benito, cuando subía su alma a la gloria, vieron casi la misma visión dos Monjes suyos, enseñándoles un celestial Anciano, otro tal camino de luz, y diciéndoles: "Este es el camino por donde Benito, el amado del Señor, sube al cielo." Con lo que significaba que también habían de subir por allí sus hijos, que siguiesen las pisadas del Padre; porque no ha de pensarse piadosamente que a la traza de la visión referida, fue la de fray Francisco, declarándose no menos en ella que el primer Capuchino de toda la Orden, a quien el Señor enseñó el camino que le esperaba para trasladarle, desde la tierra al cielo, era un Precursor de los otros, que imitándole en las virtudes y observando la vida y Regla de nuestro Padre san Francisco, y su perfección, le habían de seguir, como si hubiera dejado dicho a sus sucesores: ¡Este es el camino por donde se sube al cielo!
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