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san Ignacio, Discípulo del Apóstol San Juan, gobernaba la Iglesia de Antioquía. Como sabio piloto, había dirigido con mucha precaución esta sagrada nave en medio de las tempestades que el furor de Domiciano excitó contra dos cristianos. Supo oponerse a las furiosas olas de la persecución, así como a la tentación y el caos. Su firmeza fue la base de su legado en el año 201 .
"Su palabra y la pureza de sus doctrinas se habían valido felizmente de todos estos medios, ya sea para sostener el vacilante valor o para asegurar la inconstante fe de aquellos a quienes temía, o debido a la fragilidad o la demasiada simplicidad que veía en ellos. Gloriándose finalmente de que esta tempestad hubiera calmado sin haber tenido poder para que peligrase la nave cuyo timón gobernaba, daba gracias a Dios por la tranquilidad que la Iglesia gozaba entonces. Sin embargo, parecía no estar contento ni satisfecho consigo mismo. Se reprendía por su poco amor hacia Jesucristo; suspiraba por el martirio y estaba persuadido de que solo una muerte sangrienta podría hacerlo digno de entrar en la familiaridad de Dios, a quien adoraba. No pasó mucho tiempo sin ver el cumplimiento de un deseo tan noble y tan cristiano.
Inflado el Emperador por la victoria que acababa de alcanzar sobre los Dacios y los Escitas, creyó que aún le faltaba algo a su gloria si no sometía a su imperio al Dios de los Cristianos y no obligaba a estos mismos a abrazar con todas las naciones del mundo el culto de sus dioses. Este impío proyecto fue el que dio inicio a la persecución, la cual se encendió con tanta furia que los fieles se vieron reducidos en un instante, ya sea a perder la vida o la fe. Temeroso Ignacio de alguna inquietud en su pueblo, se dejó conducir sin resistencia a la presencia de Trajano, quien marchaba contra los Partos."
"Y apresurándose a juntarlos sobre las fronteras de Armenia, se hallaba entonces en Antioquía. Luego que se vio delante del Emperador, este Príncipe le dijo: ¿Quién eres tú, espíritu inmundo, mal genio, que te atreves a violar mis órdenes y a inspirar a los demás el menosprecio? Respondió Ignacio: Nadie, sino tú, oh Príncipe, llamará jamás a Teóforo (de este modo nombraban a San Ignacio) con el nombre injurioso que acabas de llamarme. Bien lejos de que los siervos del verdadero Dios sean malos genios o agüeros, sepárate que los malos genios tiemblan ellos mismos y huyen a la voz de los siervos del verdadero Dios. Pero si con todo eso crees que yo merezco un nombre tan odioso por haberme hecho formidable a vuestros demonios, yo me glorío de tenerlo. Porque en fin, yo he recibido de Jesucristo, mi Maestro, el poder de trastornar todos sus designios y librarme de todos sus lazos. ¿Y quién es ese Teóforo? le dijo el Emperador. Soy yo, respondió Ignacio, y cualquiera que lleva como yo a Jesucristo en su corazón. ¿Y te parece a ti, insistió Trajano, que nosotros no tenemos también en el corazón dioses que miran por nosotros? ¡Dioses! volvió a replicar Ignacio, os engañáis, esos no son sino demonios. No hay más que un Dios, que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto ellos encierran; no hay más que un Jesucristo, el Hijo único de Dios; y este es aquel gran Rey, cuyos favores solamente me pueden hacer feliz. ¿Cómo nombras tú , ¿a ese?", replicó al punto Trajano. "¿Qué es ese Jesús, a quien Pilatos hizo clavar en una cruz?" "Antes bien dirás", contradijo Ignacio, "que este Jesús crucificó él mismo en esta cruz al pecado y a su autor, y que dio desde entonces a todos los que la llevan en su corazón la poder aterrar al Infierno y su potestad". "¿Pues qué llevas tú a Jesucristo dentro de ti?", le preguntó el Emperador.
"Sí, no hay duda", respondió Ignacio, "porque está escrito (2 Corintios 6): 'Yo habitaré en ellos, y los acompañaré en todos sus pasos'". Cansado Trajano de las vivas y urgentes réplicas de San Ignacio, pronunció contra él esta sentencia de muerte: "Mandamos que Ignacio, que se glorifica de llevar en sí al Crucificado, sea pues llevado a prisión y conducido con buenas y seguras guardas a la gran Ciudad de Roma, para ser en ella expuesto a las bestias y servir de espectáculo al pueblo".
Oyendo el Santo esta sentencia, exclamó en un transporte de alegría: "Gracias os doy, Señor, de que me hayáis dado un perfecto amor vuestro, y de que me honréis con las mismas cadenas con que en otro tiempo decorasteis al gran Pablo, vuestro Apóstol". Diciendo esto, se las puso él mismo y ofreciendo a Dios sus oraciones con sus lágrimas, bendijo a su Iglesia. Después, sacrificándose voluntariamente por su rebaño, se entregó a toda la crueldad de una tropa de desbocados inhumanos que debían conducirlo a Roma para servir de pasto a los leones y de diversión al pueblo.
Instado, pues, por un violento deseo de derramar su sangre por Jesucristo, salió de Antioquía con aceleración para ir a Seleucia, donde debía embarcarse. Después de una larga y peligrosa navegación, llegó a Esmirna. Luego que saltó en tierra, fue prontamente a buscar a San Policarpo, que era Obispo de esta Ciudad y su condiscípulo. Apenas lo llevaron a casa de este santo Prelado, luego que hubieron compartido juntos en la unión de una caridad propia de unos Obispos, San Ignacio, lleno todo de gloria por sus cadenas y mostrándoselas a San Policarpo, le suplicó que no pusiese obstáculo alguno a su muerte. La misma súplica hizo a las Ciudades y a las Iglesias del Asia, que le habían enviado a visitar en su tránsito; y dirigiéndose a los Obispos, a los Sacerdotes y a los Diáconos que habían sido designados para acompañarlo, les pidió encarecidamente que no lo retardasen en su viaje, y que aceptasen que él fuese a ver a Jesucristo, pasando prontamente por los dientes de las bestias que le aguardaban para destrozarlo. Y temiendo que los cristianos que estaban en Roma se opusieran al ardiente deseo que tenía de morir por su querido Maestro, les escribió la siguiente carta:
"Carta de San Ignacio a los Romanos.
Ignacio, por sobrenombre Teóforo, a la Iglesia favorecida de Dios e ilustrada con su luz; a la que está bajo la protección del Todopoderoso.
Aquella Iglesia, digo, que se gloría de sujetarse en todo a la voluntad de aquel que nada ordena sino por respeto al amor de Jesucristo; y a esta santa Asamblea de Romanos, tan digna de servir al Altísimo; a esa Iglesia que merece ser alabada, respetada y dichosa, donde todo está reglado por la prudencia, gobernado por la sabiduría, donde reina la caridad, triunfa la castidad, donde la Ley del Hijo es reverenciada y el nombre del Padre es santificado; a los ilustres fieles unidos todos según el espíritu y según la carne llenos de la gracia, que estrechándolos unos con otros por vínculos sagrados, los separa de toda sociedad profana, salud en Jesucristo, Hijo del Padre, y plenitud de alegría en Jesucristo nuestro Dios, fuente infinitamente pura de una alegría del todo santa.
Condescendiendo Dios con mis súplicas, he obtenido en fin de su bondad el poder gozar de vuestra amable presencia. Porque por encadenado que me vea por el nombre de Jesucristo, dentro de poco espero verme entre vosotros. No obstante, si después de haber comenzado tan felizmente, me he hallado digno de perseverar hasta el fin; y si uso bien de la gracia que se me ha dado, no dudo que bien pronto me hallaré en posesión de la herencia que se me ha adquirido por la muerte de Jesucristo; pero temo a vuestra caridad, y me preocupa que tengáis por mí una compasión muy tierna. Nada os es más fácil que.
"Estáis tratando de estorbarme el morir; pero oponiéndoos a mi muerte, os opondréis a mi dicha. Y así, si tenéis por mí una piedad sincera, me dejaréis ir a gozar de mi Dios. Yo no puedo resolverme a complaceros, evitando el suplicio que me está preparado; a Dios solo es a quien quiero agradar; y vosotros me dais ejemplo de esto. Jamás tendría yo ocasión más favorable de reunirme a él que la que se presenta, y vosotros no podríais tener otra más bella de ejercer una buena obra. Para esto no tenéis más que estaros quietos: si no dais paso alguno por arrancarme de las manos de los verdugos, iré a volverme a juntar a mi Dios; pero si os dejáis llevar por una falsa compasión por esta miserable carne, me volvéis a enviar al trabajo, y me hacéis volver a entrar en la carrera. Tened a bien que yo sea sacrificado en tanto que el altar está todavía erigido; unid solamente vuestra voz y cantad durante el sacrificio cánticos en honor del Padre y de Jesucristo, su Hijo. Dad gracias a Dios de que ha permitido que un Obispo de Siria sea transportado desde el Oriente para ir a perder la vida en el Occidente. Pero ¿qué digo yo para perder la vida? Para renacer a mi Dios. ¿Vosotros jamás tuvisteis envidia a nadie, y habríais de envidiar mi felicidad? Siempre supisteis enseñar la firmeza y la constancia; ¿habríais de cambiar ahora de máximas? Antes bien, alcanzadme por vuestras oraciones el valor que me es necesario para resistir a las tentaciones del espíritu y para rechazar las
"De poco sirve parecer cristiano si uno no lo es en el efecto; lo que hace al cristiano no son las bellas palabras y las especiosas apariencias, sino la grandeza de alma y la solidez de la virtud. Escribo a las Iglesias que voy a morir con alegría, con tal que vosotros no os opongáis a ello. Y así, por segunda vez, os suplico que no tengáis de mí compasión alguna que sea irregular y que me sería tan poco ventajosa. Permitidme que sirva de pasto a los leones y a los osos; que este es el camino más breve para llegar al cielo. Yo soy el trigo de Dios; es necesario que me veáis molido para llegar a ser un pan digno de ofrecerse a Jesucristo. Halagad antes a las bestias que deben despedazarme, a fin de que me destrocen enteramente y que nada quede de mí que pueda servir de molestia a ninguno. Cuando el mundo no vea más mi cuerpo, entonces se verificará que fui un verdadero discípulo de Jesucristo.
Alcanzad del Señor que sea recibido por él como una víctima de agradable aceptación. Finalmente, no creáis que me tomo aquí la libertad de prescribiros ni mandaros nada; no puedo más que suplicaros, y no son estas órdenes que os doy, sino un humilde ruego que os hago. No soy ni un Pedro ni un Pablo; estos eran Apóstoles, y yo no soy sino un miserable cautivo; ellos eran libres, y yo soy prisionero; pero si soy bastante dichoso por padecer el martirio, vendré a ser el liberto de Jesucristo y "Después de haber dejado Siria, combato día y noche contra las bestias feroces; la tierra y el mar son testigos de su furor y de mi paciencia. Estos son diez leopardos bajo la figura de diez soldados, a los cuales estoy sujeto y encadenado, y que son tanto más crueles cuanto más se esfuerza uno en amansarlos con beneficios. Sus malos tratamientos me dan una gran instrucción para el martirio, pero por ellos aún no consigo el fin. Al llegar a Roma, espero encontrar las bestias listas para despedazarme; ojalá que no me puedan hacer desmayar. Emplearé desde luego las caricias para obligarlas a que no me perdonen; y si este medio no me sale bien, las irritaré contra mí y las obligaré a que me quiten la vida. Perdonadme estos afectos; bien conozco que me son interesantes. Ya comienzo a ser un verdadero discípulo de Jesucristo: nada me mueve, todo me es indiferente, excepto la esperanza de poseerlo. Que el fuego me reduzca a cenizas; que una cruz me haga acabar con una muerte lenta y cruel; que echen sobre mí tigres furiosos y leones hambrientos; que se esparzan mis huesos por todas partes; que se pongan carnosos mis miembros; que se muela mi cuerpo; que todos los demonios agoten sobre mí su rabia, yo lo sufriré todo con alegría, con tal que por este medio llegue yo a la posesión de Jesucristo. La de todos los reinos de la tierra no podría hacerme feliz; mucho más glorioso es para mí
"Más me vale morir por Jesucristo que reinar sobre todo el mundo. Mi corazón suspira por aquel que ha muerto y resucitado por mí. Ved aquí lo que espero recibir en cambio de mi vida. Sed, hermanos míos, favorables a mis deseos, y no me impidáis el vivir, impidiéndome el morir; dejadme correr hacia esta pura y divina luz; sufri- dad que yo llegue a ser en algún modo el imitador de Jesucristo muriendo por los hombres. Si alguno de vosotros le lleva en su corazón, fácilmente comprenderá lo que digo; y será agradable a mi pena si se abrasa en el mismo fuego que me consume. El Príncipe de este siglo me quiere robar de Jesucristo; se esfuerza por entibiar mis resoluciones; no favorezcáis su impío designio; ¿no es más justo que toméis mi partido? Nada temáis, porque este es el de Dios mismo. De otra suerte, hermanos míos, no penséis en poder conciliar al mundo con Jesucristo. Si su adorable nombre se halla en vuestra boca, haced que el amor de su enemigo no reine en vuestro corazón. Si cuando llegare a vosotros tuviese la flaqueza de mostraros otros modos de pensar, no me creáis; sino dad fe a lo que ahora os escribo: ahora lo hago con una entera libertad de espíritu; y empleo estos últimos momentos de mi vida en enviaros a decir que el deseo más ardiente que tengo es verla acabar bien pronto. Yo he dejado al pie de la Cruz de mi Salvador todos los malos deseos de mi alma; el fuego que me abrasa.
"Es un fuego puro y divino, sin mezcla alguna de llamas terrestres y groseras; el ardor que produce en mí excita en el fondo de mi corazón una voz que grita sin cesar: Ignacio, ¿qué haces en esa vida temporal? Ven, corre, vuela al seno de tu Dios. No tengo ya más gusto por las más exquisitas viandas ni por los vinos más deliciosos, ni por todo aquello que los hombres anhelan con tanta pasión en los placeres de los sentidos. El pan que yo quiero es la adorable Carne de Jesucristo; y el vino que yo pido es su Sangre preciosa, aquel vino celestial que excita en el alma el fuego vivo e inmortal de una caridad incorruptible. Ya no estoy más en la tierra; y no me considero ya como vivo entre los hombres. Quiera Jesucristo haceros conocer la verdad de lo que os escribo, su Padre mismo es quien gobierna mi pluma; ¿habría de inspirarme la mentira? En fin, orad, pedid y alcanzad por mí el premio, que no se da sino al fin de la carrera. No es la carne la que me ha dictado estas palabras, sino el espíritu de Dios que me las ha inspirado. Si sufro por Jesucristo, os será amable mi memoria; pero si me hago indigno de sufrir, os vendrá a ser odioso mi nombre. Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, que despojada de Pastor, vuelve sus ojos y sus esperanzas hacia aquel que es el soberano Pastor de todas las Iglesias, y que Jesucristo se digne tomar su gobierno durante mi ausencia.
"Los Efesios, gentes de consideración y de mérito, os entregarán esta carta. Croco, cuya persona me es tan amable, me acompaña hasta aquí, con otros muchos fieles. Por lo que toca a aquellos que han salido de Siria para Roma, y que la gloria de Dios ha llevado delante de mí, creo que los conocéis. Os estimaré si les hacéis saber que ya estoy cerca: son personas dignas de la protección de Dios y de vuestras atenciones. Haréis con ellos todos los buenos oficios que merece su virtud. Esmirna, Agosto 23. Os deseo hasta el fin la paciencia de Jesucristo.
Después que S. Ignacio hubo escrito esta carta a los cristianos que estaban en Roma, para disponerlos a que asistiesen con la mayor resignación a su muerte, sin oponerse en modo alguno a ella, salió de Esmirna; y cediendo a la cruel impaciencia de los soldados que le conducían, y que no cesaban de instarle por llegar a Roma antes del día destinado a los espectáculos, vino.
"Al anclar en Troade; desde donde tomando el camino de Nápoles, y pasando por Filipos, sin detenerse en ella, atravesó toda la Macedonia; y habiendo encontrado en Epidamne, sobre las costas del Epiro, un navío listo para hacerse a la vela, se embarcó en el Mar Adriático, que lo llevó al de Toscana: vio en él de paso las islas, y recorrió las ciudades fundadas en sus costas. Luego que estuvo a la vista de Pozzuoli, suplicó que se le permitiera desembarcar, deseando caminar a pie por donde anduvo San Pablo, y seguir sus preciosas huellas; pero habiendo arrojado su navío un huracán en alta mar, se vio obligado a continuar adelante, contentándose con dar grandes alabanzas a la caridad de los fieles de esta ciudad. En fin, habiéndose declarado completamente el viento a nuestro favor, fuimos llevados en un día y una noche a la desembocadura del Tíber, y al puerto de los romanos. No obstante, estábamos nosotros en una extrema aflicción: gemíamos en secreto, viéndonos ya en el punto crítico de ser separados para siempre de este santo hombre; pero él, al contrario, mostraba alegría y parecía hallarse en el colmo de sus deseos, al verse tan cerca de dejar el mundo para unirse a Dios, su único objetivo."
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