su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

"El Eco de los Valientes: Susurros desde el Umbral del Infierno"

 


En un pueblo olvidado, atrapado entre las sombras del tiempo, los vivos y los muertos compartían un espacio incierto. Era un lugar donde el temor a la muerte no inspiraba respeto, sino que encendía debates entre los espíritus condenados y los vivos que se atrevían a escuchar.

Un anciano, un narrador de historias sombrías, reunía a los valientes cada noche junto a una iglesia en ruinas. “El cielo es de los valientes,” decía con una voz que resonaba como un eco entre las lápidas, “pero no de los que se atreven solo a sufrir en la carne. El verdadero valor está en aquellos que desafían su miedo al infierno eterno.”

Una noche, mientras la luna bañaba el cementerio con su luz mortecina, un espíritu condenado se manifestó. Sus ojos brillaban como carbones encendidos, y su voz era un susurro que cortaba el aire. “¡Bien dices!” exclamó, acercándose al anciano y su audiencia. “Yo fui poderoso en vida, soberbio, arrogante. Me entregué a los placeres del mundo, confiado en que el tiempo era eterno. Pero la muerte me encontró en el umbral de los treinta años, y ni siquiera tuve tiempo para confesar mis pecados.”

El grupo permaneció en silencio, paralizado entre el terror y la fascinación. “¡Oh, qué ironía!” continuó el espíritu. “No temí a la muerte cuando debí haberlo hecho, y ahora, aquí estoy, enfrentando un infierno que nunca podré abandonar. ¿Qué es más valiente, vivir con temor de Dios o vivir en el desprecio de uno mismo?”

El anciano alzó su mirada hacia el espíritu. “El miedo a Dios,” dijo con solemnidad, “es el único temor que da fuerza al alma. Con él, hasta el infierno puede ser enfrentado.”

El espíritu rió, una risa hueca que reverberó en los corazones de los presentes. “¡Oh, qué gran valentía! Pero yo fui cobarde. Y ahora, estoy condenado a vagar por este lugar, atrapado entre el tiempo y la eternidad, buscando justicia donde no hay misericordia.”

La figura se desvaneció, dejando tras de sí un aire helado que parecía cortar la vida misma. Los valientes que habían acudido esa noche sintieron el peso de las palabras del espíritu, y uno a uno abandonaron el lugar, llevándose con ellos una lección grabada en su carne: no hay mayor terror que enfrentarse a uno mismo después de la muerte.

Desde entonces, el anciano siguió narrando historias junto a la iglesia, pero las visitas comenzaron a disminuir. Al parecer, incluso los más osados temían escuchar verdades que podrían arrastrarlos a la misma condena.


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