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Ayunaba durante todo el año, excepto en algunos días solemnes y los domingos, cuando comía dos veces, aunque con tal moderación que bien podía considerarse un ayuno. Tenía distribuidos los días de la semana de esta manera: los domingos, martes y jueves comía pescado y leche; los lunes y sábados, hierbas sin ningún otro alimento; y los miércoles y viernes, solamente pan y agua. Este régimen de ayuno lo mantuvo durante algunos años, hasta que, aumentando aún más su rigor habitual, llegó a no comer otra cosa que hierbas y a beber agua hervida, salvo los domingos, cuando, obligada por el obispo y el confesor, comía pescado y bebía algo de cerveza. Durante la Cuaresma y las vigilias de fiestas principales, acostumbraba intensificar su ayuno, llegando a comer en todo el día solo tres bocados de pan mezclados con ceniza. Cuando le preguntaban por qué se afligía con tan rigurosos ayunos, respondía que para someter y dominar la rebelión de la carne, aún mayores penitencias eran necesarias. Los médicos le mandaron beber vino debido a una enfermedad que sufrió, y el duque le pidió que no se apartara ni un ápice de lo que le ordenaban. También dispuso que quienes la atendían no le permitieran beber agua en ninguna circunstancia. Un día, estando la santa comiendo, avisaron al duque que estaba bebiendo agua, a pesar de las órdenes médicas. Enrique, algo molesto, fue al lugar donde estaba la santa, tomó un vaso que tenía en la mesa lleno de agua, y al probarlo lo encontró convertido en un vino suavísimo. Al principio, se indignó contra quien le había dado la noticia, creyendo que le había mentido, pero al final comprobó la verdad y reconoció que Dios había obrado milagrosamente, convirtiendo el agua en vino. En una ocasión, Egidio, arcediano de Breslavia, la reprendió por su rigurosa penitencia y escaso alimento. La santa respondió que la comida era como una medicina, de la que no debía tomarse más de lo necesario para conservar la naturaleza, y que, dado que su cuerpo se sustentaba con aquella cantidad de alimentos, no había razón para obligarla a mayores excesos. Durante el invierno y el verano, usaba únicamente el hábito de la orden sobre su cuerpo y un manto de paño burdo, sin más protección contra el frío. Llevaba unos zapatos más por decoro que por protección, y cuando estaba en lugares privados, siempre andaba descalza. Estas austeridades, junto con las disciplinas que a menudo se imponía, no debilitaban su cuerpo, pues el Señor la fortalecía de tal manera que el calor de su corazón hacía que no sintiera los rigores del clima. En una ocasión, mientras la santa pasaba gran parte de la noche en oración, una compañera que la acompañaba se quejó del intenso frío, diciendo que no tenía fuerzas para soportarlo. Santa Eduvigis le dijo entonces que se sentara en el lugar donde ella estaba orando descalza. Al instante, la compañera sintió un calor tan agradable como si estuviera junto a un fuego suave. El duque, su esposo, supo que andaba descalza y que esto le provocaba algunos achaques. Después de amonestarla varias veces, ordenó a las religiosas que la atendían que le informaran si en algún momento la encontraban sin zapatos. Así lo hicieron un día, cuando la santa estaba en oración con los pies descalzos. El duque fue a comprobarlo, pero cuando llegó, milagrosamente encontró a la santa con los pies calzados. Esto dejó al mensajero en ridículo, al duque satisfecho y a la santa libre de recibir algún reproche.
>Fue Santa Eduvigis de singular abstinencia, tanto que en cuarenta años continuos no comió carne ni manteca. Ni siquiera su hermano Eleberto, obispo de Bamberg, a quien la humilde princesa veneraba por su santa vida y amaba como pedía tan estrecho parentesco, pudo convencerla de que comiera carne estando enferma. Incluso cuando Guillermo, obispo de Modena y legado "a latere" en los estados de Polonia, le ordenó que la comiera, la santa obedeció, afirmando que más pena le causaba la molestia de comer carne que la enfermedad misma, por lo que se la hacía comer con gran sacrificio.
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