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un religioso llamado Macedonio, quien era el primer oficial del monasterio. Una vez, dos días antes de la fiesta de la Epifanía, este religioso rogó al abad del monasterio que le diera licencia para ir a Alejandría, debido a ciertos asuntos necesarios, diciendo que volvería a tiempo para continuar con su oficio y preparar lo necesario para la fiesta. Sin embargo, el demonio, enemigo de todos los bienes, rodeó el asunto de tal manera que él no pudo regresar para el día de esa sagrada solemnidad.
Cuando regresó un día después, el abad lo privó de su oficio y le ordenó estar en el lugar más bajo, entre los novicios. El buen ministro de la paciencia aceptó este castigo, siendo príncipe de todos los ministros en el sufrimiento, y lo hizo sin tristeza ni desdicha, como si otro fuera el penitenciado y no él.
Después de cumplir cuarenta días en esa penitencia, el sabio padre le permitió volver a su primer lugar. Sin embargo, pasado un día, este religioso le rogó que lo dejara permanecer en la humildad de esa ignominia, diciendo que había cometido un grave pecado en la ciudad, un pecado que no podía revelar.
Pero, al saber el santo varón que esto lo decía más por humildad que por verdadera culpabilidad, dio lugar al honesto deseo de aquel buen trabajador.
En aquella ocasión, se vio a esos venerables ancianos en el lugar y en el orden de los novicios, pidiendo sinceramente a todos que oraran por él, diciendo que había caído en fornicación y desobediencia. Este gran varón me explicó después, a mí, pobre e indigno, que procuraba de buena gana esa manera de humildad y penitencia, pues nunca se había sentido tan descargado de todo tipo de tentaciones y tan lleno de la dulzura de la luz divina, como en esos días.
Es propio de los ángeles no caer; porque, como algunos dicen, no pueden caer. Pero es propio de los hombres caer y levantarse después cuando esto les sucede; sin embargo, a los demonios solo les conviene nunca levantarse después de haber caído. Un padre, que tenía a su cargo la procuración del monasterio, me contó esta historia.
Siendo yo joven y teniendo a mi cargo unos animales, ocurrió que caí en una grave culpa por mi vanidad. Como yo tenía por costumbre no tener nada oculto en la cueva de mi alma, mostré al médico mi herida. Él, sonriendo con rostro alegre y tocándome suavemente la cara, me dijo: "Anda, hijo, y ejerce tu oficio como lo hacías antes, sin temor alguno." Y yo, fortalecido por una fe firmísima, recobré la salud en pocos días, y corrí por mi camino adelante, lleno de alegría y temblor.
Lo que he contado, lo digo para mostrarte claramente el esfuerzo y el fruto que resultan de revelar nuestras heridas al padre espiritual. En todas las órdenes de criaturas, como algunos dicen, existen muchos grados y diferencias. Por lo tanto, en esa comunidad de religiosos, había diferentes grados de avance y espíritus. Si el padre quería ayudar a algunos hermanos que se veían tentados en presencia de los seglares que visitaban el monasterio, los curaba de esta manera. Les hablaba con palabras severas delante de ellos, y les ordenaba realizar los oficios más bajos de la casa. Como resultado, quedaban tan curados que si algunos seglares venían al monasterio, huían rápidamente de la presencia de esos hermanos. Así era una escena alegre: la vanagloria perseguía a sí misma, huyendo de la presencia de los hombres, que antes procuraba.
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