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Pelayo cuando joven se retiró a la ermita. Completó el altar, colocó su lámpara y adornó la capilla como pudo. Se quedó allí como ermitaño, y poco a poco fue creciendo la fama y la opinión de su santidad.
El demonio, envidioso de tanta virtud, y en tan pocos años, comenzó a perseguirle y hacerle guerra cruel. Le acosaba con pensamientos deshonestos, pero Pelayo acudía a la oración, pidiendo a Dios fortaleza para vencer. Sin embargo, el demonio no desistió, y una y otra vez le proponía representaciones lascivas y deshonestas.
Al final, Pelayo se cansó de resistir, y poco a poco se vino a rendir. Dio consentimiento en su corazón a su deseo deshonesto. Viéndose Pelayo vencido, le invadió una melancolía tan profunda que no podía hallar consuelo. Pensaba en su situación: "¡Ah, Pelayo! ¿Qué pronto te dejaste engañar? Antes hijo de Dios, y ahora esclavo del demonio. Será mejor que me confiese y haga penitencia por mi culpa. Pero, si confieso mi pecado, podría divulgarse, perdiendo mi buena reputación, y me despreciarán."
Con esta lucha en su mente, salió a la puerta de la ermita y vio pasar a un hombre con hábito de peregrino, quien le dijo: "Pelayo, ¿qué te pasa? ¿Cómo permites que te invada esa melancolía? Quien sirve a tan buen Dios no debe estar triste. Si acaso le ofendiste, haz penitencia y confiesa tu pecado, que Dios te perdonará."
"¿De dónde me conoces tú?" respondió Pelayo.
"Bien te conozco", dijo el peregrino, "eres Pelayo, a quien toda esta tierra tiene por santo. Si quieres salir de esta tristeza, confiesa y volverás a tu paz y alegría de antes."
Pelayo quedó asombrado por lo que el peregrino le dijo. Miró a su alrededor, pero ya no lo vio más, pues había desaparecido. Comprendió que aquel había sido un aviso de Dios, y decidió hacer la penitencia necesaria para aplacar a Dios y recobrar la paz.
Para conseguir mejor su propósito, Pelayo se dirigió a un monasterio de monjes que estaba cerca, conocidos por su gran religiosidad y austeridad. Llamó al superior y le dijo que él era Pelayo, quien deseaba mucho recibir el santo hábito. El abad y los monjes se alegraron, pues Pelayo gozaba de gran fama como santo en toda la región. Le dieron el hábito, y él fue el primero en acudir al coro, a la oración y a los oficios bajos y humildes. Tomaba rigurosas disciplinas, vestía cilicio y ayunaba con gran rigor.
Con el tiempo, Pelayo cayó gravemente enfermo y comprendió que se estaba muriendo. Dios le dio fuertes inspiraciones para que confesara el pecado que llevaba oculto, pero él nunca quiso rendirse por puro pudor y vergüenza. Se confesó de los demás pecados, recibió el viático y finalmente murió. Los monjes lo enterraron con gran solemnidad, como si fuera un santo, y la gente de la comarca acudió a encomendarse a él.
La noche siguiente, cuando el sacristán se levantó a hacer maitines, pasó por la iglesia y, al mirar el sepulcro donde había sido enterrado Pelayo, vio que su cuerpo estaba sobre la tierra. Pensó que había sido un descuido, así que lo volvió a enterrar sin decir nada a nadie. La segunda noche ocurrió lo mismo, y vio que la tierra lo había expulsado. Sorprendido por el hecho, fue a contarle al abad lo que ocurría. El abad ordenó que todos los monjes se reunieran en la iglesia, junto al sepulcro de Pelayo, para pedir a Dios que les esclareciera su voluntad. Tal vez, a través de esta manifestación, Dios quería indicarles que el cuerpo debía ser enterrado en un lugar más honorífico.
Todos se reunieron en oración y, después, el abad se acercó al sepulcro, diciendo en voz alta: "¡Ah, Pelayo! Como hijo obediente que fuiste en vida, te pido que nos declares tu voluntad. Si es la voluntad de Dios, pongamos tu cuerpo en un lugar más decente." El difunto, emitiendo un gemido triste y espantoso, respondió: "¡Ay, desventurado de mí! Que por no confesar un pecado, estoy condenado al infierno mientras Dios sea Dios. Y si quieres asegurarte de lo que digo, acércate a mí y mira mi cuerpo."
El abad se acercó y vio el cuerpo ardiendo como si fuera un hierro salido de la fragua. Desviándose de él, el abad le volvió a decir: "No os vayáis, padre. Sácadme primero lo que tengo en la boca." Se acercó el abad y vio que en su boca tenía la forma consagrada que había recibido como viático, fresca e intacta. El abad la retiró y la colocó aparte en un lugar decente, en memoria del caso.
El difunto continuó diciendo que era la voluntad de Dios que no le enterraran en el sagrado, sino en un muladar, como una bestia. El abad hizo que el cuerpo fuera sacado de la iglesia y enterrado en un lugar sucio y asqueroso. Así, su alma, miserable, quedó condenada en los infiernos, donde padecería junto a su cuerpo por toda la eternidad.
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