su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

"La Sabiduría de la Soledad: Reflexiones sobre la Injusticia Humana y la Virtud en la Vida Contemplativa"



 vivió San Pablo el primer ermitaño, quien estuvo setenta años en una cueva, donde nunca vio ojos humanos, salvo los de San Antonio, y eso cuando estaba para salir del mundo, con ciento trece años de edad.

 De aquí también aquel apartamiento de San Juan Bautista en el desierto durante cinco años, hasta que Dios le mandó salir a predicar penitencia. 

De aquí, el vivir en soledad de nuestro santo padre el Profeta Elías, Santa Magdalena, San Onofre, Santa María Egipciaca y otros innumerables santos. 

De aquí también esta huida nuestra ahora de las ciudades y pueblos, para habitar en los desiertos, porque conocemos los daños que nos siguen al tratar con los hombres del mundo, y tenemos por mejor vivir entre leones que entre hombres. Pero no nos comprende aquel que dijo el Sabio: "Ay del solo, que si cae, no tiene quien le dé la mano y lo levante".

Así vivimos aquí en la soledad, que todos tenemos un Prelado que nos gobierna lo interior y lo exterior, con quien comunicamos nuestros pensamientos, obras, deseos, meditaciones y tentaciones, y por cuyo parecer nos regimos. También, cada quince días nos reunimos todos en un lugar, fuera del convento o dentro del ermitaño, donde podemos hablar por un rato unos con otros, pero no se permite palabra alguna que huela a mundo, sino solo cosas espirituales. El Prelado tiene con los ermitaños una hora de colación espiritual, donde se trata de una virtud, oración, mortificación.

comodidad para llorar los pecados y hacer penitencia por ellos, de manera que haya cosa creada que no sea impedimento. Porque aquí, Señor Ilustrísimo, libres de los cuidados del mundo y apartados de su bullicio, se conoce algo de la grandeza, majestuosidad y bondad de Dios ofendido. Se comprende lo mucho que el alma ha recibido de este Señor contra quien ha pecado, los bienes y riquezas que perdió por el pecado, el derecho que tenía al Reino de los cielos, las buenas obras hechas en la vida pasada, que quedaron amortiguadas, las obras hechas mientras estuvo en pecado, muertas, y la gracia de Dios y su amistad perdidas, lo que hizo que el alma se hiciera esclava del demonio, tomando posesión de ella y quedando obligada a los tormentos eternos del infierno.


Aquí, en la soledad, el alma conoce cómo está obligada a amar a Dios con todas sus fuerzas. Juntamente, entiende cómo se ofende por un pecado mortal y cuánto lo enoja y desagrada. Al comprender esto, comienza a hacer el llanto que el santo profeta Jeremías manda hacer, que es el que se produce cuando un hijo único muere.


Mi Reverendísima Señoría, cuando una madre tiene un solo hijo, que hereda su casa y estado, y se le muere, quedando ella sin esperanza de tener más hijos, viuda, sola y sin mayorazgo, ¿qué tristeza tan grande está en su corazón? ¿Qué sentimiento en su casa? ¿Qué lloro, qué luto, qué llanto? No ve luz, no tiene trato ni comunicación con persona alguna; jamás cesa de llorar y suspirar. Pues este mismo sentimiento es el que Jeremías quiere que el hombre haga por el pecado mortal que ha cometido, el cual es el peor mal de los males. Porque por él, el hombre deja el mayor bien de los bienes, que es Dios, y lo menosprecia, teniéndolo en poco.


El profeta dice: "Deduc quasi torrentem lacrimas per diem, et no tem, et non des requiem tibi neque taceat pupilla oculi tui." Haz de tus ojos, dice el mismo profeta, un arroyo de lágrimas que corran de ellos, como de fuente, de día y de noche, por el pecado.

Pues, ¿no diría mejor, como un río, que trae más aguas, más copiosas avenidas y crecientes? No. Para correr un río y llenar sus corrientes, es necesario que llueva el cielo muchos días. Pero para correr un arroyo basta que llueva una hora. No quiere Dios el llanto de los pecados con dilaciones; no quiere esperas. En cuanto tocan a Dios, deben salir lágrimas de los ojos con dolor del corazón, como un arroyo. "Neque taceat pupilla oculi tui," y no calle la niñita de tu ojo. Pues, ¿qué lengua tiene la niñita de los ojos para callar o hablar?


Y dicen cuánto quieren con silencio, como lo vemos en la pecadora María Magdalena, cuando derramaba sus lágrimas en tanta abundancia que bastaban para lavar los cielos. Pero, ¿qué lugar, Señor Ilustrísimo, es tan adecuado como el desierto para llorar los pecados? Todo invita aquí a este ejercicio: la soledad, los riscos, las peñas, la compañía de bestias fieras, el desamparo de todo gusto y consuelo humano. Por esto, Dios quiso que su pueblo se fuera al desierto a sacrificarse, que fuera allá a llorar sus pecados, pues este era el sacrificio que más le agradaba, como lo dice David: Sacrificium Deo spiritus contritus, cor contritum et humiliatum, Deus non despicies. Estas lágrimas son las que Dios promete por Isaías, que dará a su pueblo, a sus escogidos en el desierto (Isaías 43), cuando dijo: Dedi in deserto aquas flumina invia, ut darem potum populo meo electo (Daré a mis escogidos en los desiertos tanta abundancia de lágrimas que derramen por sus pecados, como tienen los ríos de agua).


Pues estas lágrimas, no piense V. Señoría, que son lágrimas frías, forzadas por el esfuerzo de los brazos o la cabeza. Son lágrimas que salen a borbotones del corazón, lágrimas que abren el alma en amor de Dios, lágrimas dulcísimas, más que la miel, que no las quita ni el amor de Dios, ni el perdón de los pecados, ni las misericordias que Dios hace nuevamente al alma. Al contrario, todo esto las aumenta y obliga a buscar lugares desiertos, donde poder derramarlas, sin que nada las detenga. Como lo hizo la bendita Magdalena, yéndose a los desiertos de Marsella, y Santa María Egipciaca, y aquellos santos ermitaños que habitan tantos años en los desiertos. Pues de este dolor y contrición, por haber ofendido a un Dios tan bueno, nacen las penitencias, las mortificaciones y el maltrato de los cuerpos.


Para todo esto, es cierto que hay más comodidad y medios en los desiertos que en los poblados: el frío, la abstinencia, la cama dura, el rugir de los leones, la aspereza del lugar, el espesor de las quebradas y las peñas. Todas estas son bellas armas para atormentar y martirizar los cuerpos, de las cuales hay gran abundancia en el desierto.


Y aún por esto dijo Josué a los de Soccoth (Josué 8): Cum tradiderit Dominus Zebul, et Salmaná in manus meas, conteram carnes vestras cum spinis tribalibusque deserti. Cuando el Señor entregue en mis manos a Zebel y a Salmaná, entonces yo atormentaré, despedazaré y desgarraré vuestras carnes y cuerpos con las espinas, cardos y abrojos del desierto. Y así lo hizo, pues no había otras armas ni otros instrumentos para atormentarlos y despedazarlos, sino las espinas y los abrojos del desierto.


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