su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

un alma del purgatorio que se aparece a un sacerdote en Italia, 1800

 


Era una noche fría y silenciosa de otoño en 1800, en un pequeño convento ubicado en un pintoresco pueblo italiano, rodeado de colinas cubiertas de viñedos y campos de olivares. El padre Antonio, un sacerdote ya de avanzada edad y dedicado a la vida de oración, se encontraba en su celda, profundamente sumido en sus meditaciones nocturnas. La luz de la vela parpadeaba débilmente, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra. Todo estaba en silencio, salvo por el suave susurro del viento que atravesaba las grietas de la vieja iglesia.

De repente, una extraña sensación recorrió el aire. El corazón del padre Antonio latió más rápido, como si algo sobrenatural estuviera por ocurrir. Sin pensarlo, se levantó rápidamente y caminó hacia la pequeña capilla del convento. Al cruzar la puerta, vio una figura de pie frente al altar, bañada por la luz de la vela que aún ardía. La figura, que se materializaba lentamente en la penumbra, era la de un hombre, con ropas que parecían estar desgastadas por el tiempo y un rostro que reflejaba una profunda tristeza.

El sacerdote, aunque atónito, sintió en su interior una calma inexplicable, como si estuviera ante la presencia de algo divino. Se acercó con cautela, pero su voz temblaba cuando preguntó:

—¿Quién eres? ¿Por qué te muestras ante mí en esta noche?

La figura, con una voz suave pero cargada de dolor, respondió:

—Soy un alma del purgatorio, sacerdote. Fui enviado desde aquel lugar de sufrimiento y espera para hablarte y mostrarte el tormento que padecemos. Mi alma, y la de muchos como yo, se encuentra en este estado por no haber purificado completamente nuestros pecados en vida. Mi destino es esperar, anhelando la posesión de la gloria de Dios que me fue negada por mis propias faltas.

El sacerdote, aunque desconcertado, escuchó con atención, sintiendo que lo que escuchaba debía ser una revelación importante.

—Te hablaré de la tristeza que sentimos aquí, en este lugar de purificación, por no poder ver a Dios como es. Nosotros, las almas que aguardamos, tenemos un deseo tan intenso de la felicidad eterna, pero no podemos comprender ni imaginar la plenitud de esa gloria. Sabemos que lo que nos aguarda es indescriptible, como dice el Apóstol: "Nec in cor hominis ascendit" (No ha subido al corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman). Pero, aunque conocemos su grandeza, no podemos alcanzarla aún.

El alma hizo una pausa y continuó:

—La dilación de nuestros deseos es una agonía que no cesa. Cada día que pasa, la espera se hace más insoportable. No solo es la privación de la visión de Dios lo que nos atormenta, sino también el conocimiento de que nuestro destino está sellado hasta que se cumpla el tiempo de nuestra purificación. Esta espera, padre, es más dolorosa que cualquier sufrimiento en la Tierra. Y lo que más nos duele es que no podemos hacer nada para acelerar nuestra entrada al reino celestial.

El padre Antonio, conmovido profundamente por la dolorosa confesión del alma, preguntó:

—¿Cómo puedo ayudarte, alma sufriente? ¿Qué debo hacer para aliviar tu pena?

El alma, con un leve suspiro de alivio, respondió:

—La única forma en que podemos encontrar algo de paz es a través de la oración y la intercesión de los vivos. Si tú, sacerdote, te ofreces en sacrificio por nosotros, tu oración puede acortar nuestra espera y ayudarnos a llegar más rápidamente a la gloria que tanto deseamos. Si tus oraciones son sinceras, pueden aliviar nuestro sufrimiento y ayudarnos a purificar nuestras almas.

Con una mirada de esperanza, el alma continuó:

—Compadécete de nosotros, sacerdotes y fieles, que estamos aquí atrapados en la espera. No sabes cuántos años, cuántos siglos, hemos estado condenados a esta purificación. El rostro de Dios, que alegra a los cielos, es lo único que deseamos ver, pero nuestra vista de Él se ve bloqueada por el tiempo que debemos esperar. Si tú, sacerdote, puedes interceder por nosotros, tus oraciones serán como un bálsamo que alivia nuestro tormento.

El sacerdote, con el corazón lleno de compasión, se arrodilló ante el alma y respondió con voz firme:

—Prometo, por la misericordia de Dios, que oraré por ti y por todas las almas del purgatorio. Que tus deseos de alcanzar la paz y la visión de Dios se vean cumplidos a través de mi intercesión. Mi sacrificio será mi ofrenda para ti y para los demás.

Al escuchar estas palabras, el alma mostró una expresión de paz y gratitud. La figura comenzó a desvanecerse lentamente, y antes de desaparecer por completo, dijo:

—Gracias, sacerdote. Gracias por tu generosidad. Tu oración será el puente que nos conducirá a la luz. Dios te recompensará, y a través de ti, muchas almas encontrarán descanso eterno.

Con la desaparición de la figura, el padre Antonio permaneció arrodillado en oración durante largo rato. Sintió una profunda paz en su corazón, como si la carga de sufrimiento del alma desapareciera con ella. Sabía que, a partir de ese momento, su misión era interceder por las almas del purgatorio, y que su vida de sacrificio y oración no solo tenía un propósito para los vivos, sino también para aquellos que aguardaban en el limbo de la purificación.

Así, con renovada devoción, regresó a su celda, sabiendo que su intercesión, por pequeña que fuera, podía acortar la espera de las almas y acercarlas a la paz eterna que tanto anhelaban.


Comentarios