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San Anselmo, en su Elucidario, dice: “Andad ahora a las galeras y observad a esos esclavos expuestos a mil miserias, alimentados como perros, cargados como jumentos, siempre con el remo en la mano y el látigo en la espalda. Siempre a la intemperie, nunca sin olor nauseabundo, siempre sobre el agua en el mar, y nunca bien abastecidos de agua. Muertos de hambre, comidos vivos, inquietos de frío, y desbordando sufrimiento. En los puertos libres, sólo marcados, pero nunca bien tratados. Maltratados cuando están sanos, peor cuando enfermos. Sin cabellos en la cabeza y sin consuelo en sus penas."
Y después, con asombro, exclaman: “¡Peor que estos esclavos están mi padre, mi madre, mis parientes y amigos difuntos!”
Si, mirad en los hospitales y contemplad los dolorosos espectáculos: los que, por la lepra, se convierten en una sola llaga de pies a cabeza, infelices porque, al ser rechazados por los demás, no pueden escapar de sí mismos. No tienen otra cosa viva más que la capacidad de sufrir, y por ello ofenden todos los sentidos. O aquellos que, debido a la hidropesía, parecen tambores; o los que por la fiebre, parecen cadáveres, medio quemados por el fuego o medio consumidos por gangrenas. Su sufrimiento es tan grande que ni siquiera se atreven a tocarlos.
O aquellos que, por dolor y mal de dientes, están como rabiosos, o por la frecuencia de los paroxismos, se vuelven frenéticos. O aquellos que, en ninguna parte de su cuerpo, encuentran descanso. Y al final, dicen con horror y certeza: “¡Peor que todos estos mártires están vuestros difuntos!”
Mirad en los lugares donde la crueldad de los tiranos se deleita en poner a prueba la paciencia de los mártires. Veamos a algunos con cruces, otros con escorpiones, algunos con garfios de hierro; otros dentro de un toro de bronce, quemados a fuego lento; otros atormentados con plomo derretido. Algunos traspasados por lanzas, otros desollados con latigazos, otros sentados sobre camas de fuego, otros dados como comida a los peces o a los cuervos, o devorados por leones. Otros untados con miel, expuestos a las moscas, o reventados de tanto dolor. Algunos muertos en las ruedas de tortura, otros desmembrados en los cepos, algunos convertidos en esqueletos por las navajas, otros atravesados por saetas que los transforman en bosques de dolor.
Y después, exclaman: “¡Y aún peor que todos estos mártires están mis difuntos!”
Finalmente, pensad en el Calvario y contemplad al Rey de los Dolores: todo cubierto de sangre, lágrimas y amargura, soportando su propio peso sobre los clavos, abandonado por los espíritus. Cada uno de sus sentidos es torturado: el gusto con hiel, el tacto con espinas, el oído con blasfemias, las narices con el mal olor de los pecados y los ojos con la vista de las alegrías de los pecadores.
Y al final, con el corazón lleno de compasión, exclamamos: “¡Y aun así, con nuestra impiedad, nuestros difuntos sufren mucho más!”
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