su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

De parte de Dios Omnipotente te conjuro y mando que me digas quién eres

 


Una noche tocaron a la puerta de un convento con gran prisa, pidiendo un confesor. El superior mandó a un sacerdote que fuera a confesar. En el camino, el religioso preguntó al que lo guiaba:

—¿Quién es el enfermo?

El guía respondió:

—Es un hombre que está muy mal, y el médico dice que no llegará a mañana. Es una lástima que un hombre que ha vivido tan escandalosamente, amancebado, lo haya dejado para esta hora. Antes de llamar a vuestra paternidad, eché casi a palos a la manceba de la casa.

Cuando llegaron al enfermo, el confesor le dijo:

—Hermano, vos os morís, y os vais al infierno si no os confesáis con arrepentimiento verdadero de vuestros pecados y de vuestra mala vida.

El enfermo respondió:

—Yo lo sé; me muero y me voy al infierno. ¿Tengo remedio?

Dijo el confesor:

—Mientras uno tiene vida, no debe desesperar. Confesaos, que yo os ayudaré.

El hombre comenzó a confesarse con muchas lágrimas y muestras de dolor, y acabó su confesión con gran consuelo del confesor, quien le dio una penitencia muy ligera. Poco después, el enfermo entró en las agonías de la muerte, perdió el habla y el oído. El confesor le dio la recomendación del alma y las oraciones que la Iglesia señala para aquella hora, y al poco rato murió.

El sacerdote volvió a su convento diciendo para sí:

—He de decir misa por el alma de este hombre lo más pronto que pueda.

Bajó a la sacristía muy de mañana y, aunque no halló quién le ayudase, comenzó a revestirse confiando en que alguien llegaría. Se puso el amito sobre la cabeza, pero sintió que se lo tiraban por las espaldas. Alterado, volvió la cabeza, pero no vio a nadie, y continuó vistiéndose. Al tomar el alba, una fuerza oculta se lo impidió. Temeroso, pensó:

—¿Será que tengo algún pecado por el cual Dios no quiere que diga misa?

Examinó su conciencia y dijo:

—Por la misericordia de Dios, no hallo pecado que me impida decir misa. No será el demonio quien estorbe esta obra de misericordia.

Se terminó de revestir y tomó el cáliz. Al colocar la patena y la hostia sobre él, una mano invisible se lo quitó. Sobrecogido, salió de la sacristía buscando a alguien con quien consolarse, pero no halló a nadie, pues era muy temprano. Sintió unos gemidos tristísimos que denotaban gran tormento y pena. En ese momento, fortalecido por Dios, exclamó:

—De parte de Dios Omnipotente te conjuro y mando que me digas quién eres.

Entonces oyó una voz que decía:

—Sacerdote de Cristo, ¿qué pretendes?

Respondió:

—Quiero decir misa por el alma de un pecador que esta noche ha salido de este mundo.

La voz replicó:

—Yo soy ese. No digas misa por mí, porque estoy condenado.

El confesor, atónito, preguntó:

—¿Cómo es posible? ¿No te confesaste? ¿No dijiste todos tus pecados? ¿No lloraste delante de mí?

El alma respondió:

—Es cierto, pero escucha. Cuando estaba sin poder oír ni hablar, el demonio me trajo una tentación. Me decía: "¿Cómo te olvidas de tu amiga?" La primera vez lo resistí, diciendo: "Nunca debí conocerla." Volvió el demonio a insistir: "Ella te quiere muchísimo, ¿y tú le muestras tan poco amor?" En mi corazón respondí: "¿Qué tengo yo de haberla querido, sino que los dos nos vamos al infierno?" Por tercera vez, el demonio me dijo: "No me extraña que digas eso porque piensas que te mueres, pero si tuvieras vida larga y segura, ¿no volverías a la amistad?" Entonces, débil, respondí: "Si tuviera vida segura y larga, volvería a su amistad." Y al decir esto, expiré.

El demonio ganó y ahora me

 atormenta con un fuego que nunca se apaga.


Comentarios