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En la quietud de una noche silenciosa, un sacerdote peregrino, cuya vida había sido un testimonio de fe y servicio a Dios, expiró en la plaza. Su alma, en el momento de su partida terrenal, fue acogida por la misericordia divina. Como un buen pastor que guía a sus ovejas, Cristo envió a sus santos ángeles para conducir al alma del sacerdote al Reino de los Cielos, a la morada eterna preparada por el Padre.
Un monje piadoso, que pasaba por allí, observó con asombro el milagroso suceso. Al ver cómo el alma del sacerdote ascendía hacia lo alto, acompañado por los Arcángeles San Miguel y San Gabriel, se acercó con reverencia. El monje, lleno de compasión, comenzó a orar fervientemente, pidiendo por la liberación del alma del difunto, para que su transición fuera serena y sin tribulaciones.
En ese instante, San Gabriel, el Arcángel mensajero de Dios, se volvió hacia el monje con una mirada llena de paz y gracia, y le dijo con voz suave: "No te aflijas, hermano. El Señor ha dispuesto que tomemos su alma sin molestias. Él ha sido llamado a la Casa del Padre, donde moran los justos. Ya no hay dolor ni sufrimiento para él. El Señor ha dispuesto este momento con infinita sabiduría y misericordia. Él le ha dicho: 'Ven a descansar en los brazos del Creador'".
El monje, sintiendo el peso de esas palabras, comprendió la profunda sabiduría de Dios. Sabía que el alma del sacerdote ya estaba en manos de Dios, y que su vida terrenal había llegado a su fin. El Arcángel San Gabriel continuó: "El Señor ha llamado a su siervo, y su alma es llevada a la morada eterna, a la bienaventuranza de los santos y a la paz celestial. No hay necesidad de que intervengas más; su redención ya ha sido cumplida."
Para honrar la noble partida del sacerdote, San Miguel, el líder de las huestes celestiales, llamó a David, el rey de Israel y el dulce cantor de Israel, para que tocara su arpa. La música celestial comenzó a llenar la plaza, con himnos de gloria y alabanza a Dios, evocando la alabanza y adoración del Reino de los Cielos. Los himnos que David tocaba con su arpa no eran simples melodías; eran cánticos de adoración, expresando la majestad de Dios y la esperanza de la resurrección. Estos himnos representaban la transición del alma del sacerdote del sufrimiento terrenal hacia la paz y la gloria celestiales.
Al escuchar esa música gloriosa, el sacerdote, ya libre de las ataduras del cuerpo mortal, deseó profundamente unirse a los coros celestiales. Su alma, guiada por la gracia divina, se elevó hacia el Cielo. No hubo más dolor ni lágrimas, pues el amor de Dios le dio la bienvenida en su Reino eterno, donde todo es luz, donde el alma es purificada y alcanzada por la bienaventuranza sin fin.
El monje, al presenciar esta divina escena, comprendió el gran misterio de la vida y la muerte. En ese momento, vio cómo la muerte no es el fin, sino el paso a la vida eterna en la presencia del Creador. El Señor, en su infinita misericordia, había recibido a su siervo en los brazos de su amor. En ese encuentro entre el sacerdote y los ángeles, no había más dudas ni temores, solo la paz de estar con Dios para siempre.
Y así, el sacerdote, aunque fue peregrino en la tierra, llegó a su hogar eterno en el Cielo, donde no existe sufrimiento, donde se celebra la victoria sobre la muerte, y donde, en la luz de Cristo, todas las almas encuentran su descanso. Y todo esto fue posible gracias a la gracia de Dios, que nunca abandona a sus hijos, guiándolos con amor y con misericordia a su morada celestial.
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