su estrategia principal es atrapar al hombre en sus propias negligencias

Santa Marta, virgen

  


". Entre las santas mujeres que siguieron a Jesucristo y profesaron abiertamente ser sus discípulas mientras estuvo en esta vida mortal, una de las más privilegiadas fue Santa Marta. 

Fue igualmente una de las más distinguidas, no solo por su estatus y posición entre los judíos, sino especialmente por haber abrazado el estado de virginidad en el que perseveró constantemente toda su vida. 

En cuanto a su hermana, Santa María Magdalena, ya se mencionó que provenía de una familia distinguida, tanto por su nobleza como por las grandes posesiones que heredó de sus padres, incluida la casa o castillo de Betania, cerca de Jerusalén. El Evangelio la nombra constantemente como la primera, lo que sugiere que era la hermana mayor de la familia; al menos, era quien llevaba la principal responsabilidad en la administración y el gobierno. Tenía un carácter afable y amante del bien, un juicio maduro y ejemplar, con una cautela y modestia que la hacían ser amada y respetada. Era universalmente reconocida como una doncella de gran mérito, y tanto en Jerusalén como en Betania, se le tenía una gran veneración por su virtud. 

Con su alma tan bien dispuesta, reconoció sin dificultad a Jesucristo como el verdadero Mesías y se deleitó en su doctrina. Apenas lo escuchó, profesó ser una de sus más fieles discípulas. Y así fue; la ferviente ansia con la que escuchaba sus sermones, la docilidad con la que seguía sus consejos, la fidelidad con la que ponía en práctica sus divinas enseñanzas y la devoción con la que se dedicó por completo al servicio del Salvador, todo contribuyó a elevarla en poco tiempo a una eminente santidad. 


Al escuchar los elogios que ocasionalmente el Señor hacía sobre la virginidad y al ver cuánto le complacía esta admirable virtud, ella se sintió aún más alentada a consagrarse a Dios de manera virginal."


"Presto se determinó a no admitir jamás otro esposo que al Esposo de las vírgenes; y como era tan constante en oír sus divinas instrucciones, llegó muy pronto a entender lo más elevado y lo más perfecto del Evangelio. Se dedicó, pues, a la soledad y al retiro, renunciando a las vanidades del mundo; y como su hermano Lázaro ya era uno de los discípulos del Salvador, y la conversión de su hermana Magdalena, en la que nuestra Santa no tuvo poca parte, había sido de tanta edificación para todos, el castillo de Betania se convirtió, por así decirlo, en un pequeño monasterio. En él se observaba cierto orden en todo, y todo respiraba devoción. Se ocupaba el tiempo en oración, en lectura, en el trabajo y en obras de caridad; por lo cual la casa de Betania era el hospedaje o el hospicio del Salvador en sus viajes. En una ocasión llegó a Betania el Hijo de Dios, regresando de sus tareas evangélicas; Marta tuvo noticia de su venida y, saliéndole al encuentro, le suplicó con insistencia que se dignase no aceptar otro alojamiento que el de su casa. El Salvador aceptó el convite, conocedor de la virtud de aquellas dos fervorosas discípulas. No es fácil explicar la alegría de toda aquella afortunada familia. Marta, que dirigía la casa, se encargó de todo, y quiso preparar y cocinar con sus propias manos la comida para su amado Maestro; el soberano huésped reconoció la gran caridad y el fervoroso amor de las dos hermanas, recompensándolas abundantemente con su dulce conversación y con las abundantes gracias que derramó en el corazón de aquellas dos santas almas. María Magdalena, llena de gozo al ver en su casa a su divino Salvador y ávida de sus enseñanzas, que ya había saboreado en otras ocasiones, encontraba tanto placer en escucharlo que se sentó a sus pies para no perder ni una sola palabra. Marta, por su parte, solo podía percibir algunas palabras, y lo hacía con poca tranquilidad. Estaba tan ocupada en atender a su divino Maestro y a los de su comitiva, que iba de un lado a otro dando órdenes, mostrando un poco de inquietud y sintiendo que su hermana la dejaba sola y no la ayudaba en nada. Con el afán de que nada faltase en la mesa y sintiendo que ella sola no podía atender a todo, expresó sus quejas al Salvador, con respeto y modestia, pero mostrando cierta inquietud: 'Señor, ¿no notas que mi hermana me deja trabajar sola, sin echarme una mano en nada? Te ruego que le digas que venga a ayudarme.' La respuesta que el Señor le dio fue un misterio y, al mismo tiempo, una lección de gran enseñanza para la vida espiritual: 'Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; sin embargo, solo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y esta no le será quitada.'


"Mi conversación, en la que disfruto lo más delicioso que pueden gustar los hombres y los ángeles; de esta me alimentaré eternamente, y nadie me la podrá quitar. Santa Marta aprovechó maravillosamente una doctrina tan espiritual y perfecta, la cual, sin disminuir su ardor en servir al Salvador del mundo, la animó con un espíritu interior que hizo más pura y meritoria su virtud de la hospitalidad. No se contentó con preparar la comida; también quiso tener el honor de servirla en la mesa, y después de terminada, tuvo el consuelo de disfrutar pausadamente de su divina conversación. Esta no fue la única vez que Jesucristo honró con su presencia aquella dichosa casa. Siempre que pasaba por Betania, se hospedaba en ella, por eso el Evangelista dijo que esta santa familia era la querida del Salvador; por eso, cuando Lázaro enfermó, las dos hermanas le informaron inmediatamente. El Señor estaba en Galilea cuando llegó la noticia de que su amado discípulo se estaba muriendo; deliberadamente retrasó su partida dos días para tener la oportunidad de realizar el mayor de sus milagros. Cuando Cristo llegó, Lázaro ya había estado enterrado por cuatro días. Muchas personas del entorno habían acudido a consolar a Marta y a María, y a darles el pésame por la muerte de su hermano; pero su mayor consuelo lo esperaban de otra parte, y solo Jesús podía enjugar sus lágrimas. Tan pronto como Marta tuvo noticia de que él se acercaba, dejó a su hermana y salió a su encuentro. Llena de llanto, le dijo: 'Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero no pierdo la esperanza de verlo resucitado, porque sé que Dios no te niega nada que le pidas. ¿Estás seguro de que tu hermano resucitará?' preguntó Jesús. 'Sí, Señor', respondió Marta, 'estoy segura de que resucitará en el día de la resurrección general, junto con todos los demás que han muerto desde el principio del mundo'. Queriendo fortalecer aún más la fe y la confianza de Marta, Jesús le dijo que, dado que confiaba tanto en su amor, debía esperar que antes de ese día él resucitaría a su hermano. Le recordó que tenía poder para hacerlo, que no necesitaba pedir ayuda a nadie para realizar milagros, y que incluso los muertos reconocían su voz y la obedecían como la de su soberano dueño y autor supremo de la vida. '¿Ignoras, acaso, que yo soy la resurrección y la vida, y que aquellos que creen en mí vivirán eternamente?' preguntó Jesús. 'Marta, ¿crees esto?' 'Sí, Señor, sí', respondió Santa Marta, 'creo firmemente todo lo que dices, porque estoy convencida desde hace muchos días de que tú eres el Mesías, el único Hijo vivo de Dios a quien esperamos, y que finalmente viniste al mundo, como estaba profetizado, para salvar a los hombres'. Esta confesión parece igualmente sublime y generosa que la que el Padre Eterno inspiró a San Pedro, y le valió aquellos eminentes privilegios y singulares favores con los que el Señor lo honró; y si las lágrimas de María Magdalena, que ya estaba presente y había sido informada por su hermana, movieron a Jesús a resucitar a Lázaro, la generosa y viva fe de Marta no habría tenido menos parte en ello. Jesús ordenó.


"Efectivamente, Jesús removió la piedra que cerraba la entrada del sepulcro, y cuando Marta le dijo que, habiendo pasado ya cuatro días, el cuerpo exhalaría mal olor, el Salvador le respondió: 'No temas, recuerda lo que te dije: si tienes fe, verás cómo el motivo de tu dolor se convierte en motivo de gloria para Dios y de admiración para los hombres'. Marta tuvo fe, y el milagro se realizó. Es fácil imaginar cuánto se regocijaron las dos santas hermanas al ver resucitado a su hermano, y cómo aumentó su amor y devoción hacia la persona del Salvador. Desde entonces, no lo perdieron de vista, especialmente durante el tiempo de su pasión. Marta fue una de esas santas mujeres que siguieron a Cristo hasta el Calvario y, después de su muerte, no se apartaron de su afligida Madre. Cada día mostraba más obsequio y amor hacia esta Señora; la asistía con sus bienes, la servía con respeto y le rendía muchos obsequios. No menos ferviente y generosa que María Magdalena, la acompañó al sepulcro para rendir los últimos honores al cuerpo del Salvador; también tuvo la dicha de ser una de las primeras personas en verlo después de su resurrección, asistiendo a sus instrucciones y recibiendo nuevas gracias cada día. Después de la ascensión del Señor al cielo, Marta no se apartó del lado de la Santísima Virgen hasta la venida del Espíritu Santo, cuyos dones recibió en el Cenáculo; también participó en la persecución que se desató contra los discípulos de Cristo, siendo desterrada de Judea. Los judíos, incapaces de soportar la presencia de Lázaro, un milagro visible y un testimonio viviente de la divinidad de aquel a quien habían dado muerte, y temiendo matarlo de nuevo por temor a una mayor afrenta, optaron por meter a toda la santa familia en un barco sin mástiles, timón, velas ni aparejos, pensando que la mejor manera de deshacerse de ellos era dejarlos a merced de los vientos y las olas. Pero la divina Providencia los destinaba para la conversión de una nación a la que amaba mucho. Como se mencionó anteriormente en la vida de Santa Magdalena, el barco milagrosamente llegó al puerto de Marsella, y las notables conversiones que realizó aquel bendito grupo en un pueblo que, gracias al milagroso arribo del barco, estaba dispuesto a escucharlos con respeto y asombro. Es una antigua y respetable tradición, autorizada al parecer por la misma iglesia, que Santa Marta anunció la fe de Jesucristo en Marsella, Aix, Aviñón y en toda la Baja Provenza, convirtiendo a muchos en todas partes. Se cuenta que, mientras explicaba las verdades de nuestra santa religión a los pueblos de Aviñón, un joven que estaba al otro lado del Ródano, ansioso por escucharla, intentó cruzar nadando el río; pero arrastrado por la corriente, quedó sumergido y ahogado. Al enterarse de esta desgracia, la Santa ordenó a unos pescadores que sacaran el cadáver, y después de una breve oración, le devolvió la vida. Este milagro causó un gran revuelo, y conmovidos por él, tanto los habitantes de Tarascón como los de los pueblos vecinos, acudieron a nuestra Santa implorando su favor para librarse de un monstruoso dragón que 


"Devoraba y asolaba toda la campiña. Como la Santa no tenía otro objetivo que la gloria de Jesucristo y la salvación de las almas, comprendió que un milagro impresionaría a los gentiles. Cruzó el río Durance, se adentró en un bosque cercano y encontró al dragón que estaba devorando a un hombre. Hizo la señal de la cruz, lo roció con algunas gotas de agua bendita, lo ató con su propio cinturón y lo llevó a la ciudad como si fuera un cordero. Atónitos, los habitantes acudieron a ver la maravilla, y después de matar al dragón a golpes y pedradas, se postraron a los pies de la Santa, pidiéndole que no los abandonara. Como Santa Marta sabía que su hermana Magdalena se había retirado al desierto del Santo Bálsamo, ella escogió como morada el bosque contiguo a la ciudad de Tarascón, llamado el Bosque Negro. Pronto acudieron muchas doncellas convertidas, decididas a ser sus compañeras, y se dice que fundaron un monasterio donde esas castas esposas de Jesucristo vivían como ángeles bajo la dirección de aquella que había sido huésped y discípula del Salvador. Finalmente, queriendo el Señor premiar a su huésped y a su sierva, le reveló el día de su muerte, así como que su hermana Magdalena ya gozaba en el cielo de la gloria. Durante un año, ejerció su paciencia y aumentó sus méritos mientras padecía una fiebre lenta; y al saber que había llegado la hora de reunirse con su divino Salvador, mandó que la echaran sobre las cenizas en presencia de sus hijas, exhortándolas a perseverar fielmente, y así pasó tranquilamente al descanso del Señor hacia el año 68 o 70 después de Jesucristo, teniendo, según se cree, sesenta ycinco años de edad. 

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