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El sacrificio de la Misa, como explica el Concilio, fue instituido para representar el sacrificio sangriento ofrecido una vez en la cruz, para conservar la memoria de ese mismo sacrificio, y para aplicarnos su virtud para la remisión de los pecados. De ahí, el mismo Concilio afirma que es una sola y misma víctima la que se ofreció y sacrificó en la cruz, y la que ahora se ofrece sobre el altar por las manos de los sacerdotes. Es decir, que el mismo Jesucristo, ofrecido y sacrificado en la cruz por la salvación de los hombres, se ofrece en la Iglesia para el mismo fin por medio de los sacerdotes en el sacrificio de la Misa.
La única diferencia entre el sacrificio de la cruz y el de la Misa radica en que, en el sacrificio de la cruz, la sangre del Hijo de Dios fue efectivamente derramada por los pecados de los hombres. En cambio, en el sacrificio de la Misa no hay derramamiento de sangre ni la muerte real de Jesucristo; en su lugar, se realiza una representación misteriosa de esa misma muerte del Salvador. Por esta razón, el sacrificio de la cruz se denomina y fue un sacrificio cruento, mientras que el sacrificio de la Misa se llama sacrificio incruento o no sangriento.
Sin embargo, como hemos dicho, en la Misa se halla una representación viva de la muerte del Salvador. Escuchad atentamente cómo, amadísimos hermanos. Es sabido por todos los cristianos —y lo explicaremos más adelante— que Jesucristo, en su totalidad, está presente después de las palabras de la consagración tanto bajo la especie del pan como bajo la especie del vino. De tal manera, bajo la especie del vino se contiene no solo su sangre, sino también su cuerpo divino; y bajo la especie del pan se contiene tanto el cuerpo como la sangre del Salvador. Esto sucede porque el cuerpo de Jesucristo, siendo el cuerpo de un hombre vivo.
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