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En el segundo año del emperador Mauricio, según la Crónica de Sigeberto, Antioquía fue destruida por intervención divina.
Un cierto ciudadano, hombre piadoso, generoso y dadivoso en el reparto de limosnas, tuvo una visión aterradora: vio a un anciano vestido con una túnica blanca, de pie en medio de la ciudad, acompañado por dos asistentes, sacudiendo un sudario sobre la parte central de la ciudad. Al instante, esa zona fue destruida junto con sus edificios y habitantes. Los asistentes apenas podían contener al anciano para que no agitara también el sudario sobre el resto de la ciudad, aún intacta. Al ser consolado con dulces palabras, desapareció. Tiempo después se supo que esa figura era un ángel del juicio, y que aquella visión fue un aviso divino del castigo que vendría por la corrupción y los pecados del pueblo.
Muchos años después, en 1536, un comerciante siciliano de Catania partió hacia Mesina el 21 de marzo. Esa tarde hizo escala en Taurominio y, al día siguiente por la mañana, retomó su camino. No lejos del pueblo, se encontró con unos diez hombres que le parecieron albañiles, portando herramientas. Al preguntarles adónde se dirigían, respondieron que al monte Etna. Poco después, se cruzó con otro grupo similar que dio la misma respuesta: que su amo los había enviado allí para una construcción.
Curioso, preguntó quién era su amo, y le dijeron que venía detrás. No mucho después, se topó con un hombre de estatura descomunal, con el cabello y la barba extremadamente largos y negros como el cuervo. Su presencia imponía miedo; parecía Vulcano, si hubiese sido cojo. Pero este ser no era otro que el mismo Diablo, disfrazado de arquitecto. Sin saludar, le preguntó al comerciante si había visto a sus obreros. El comerciante respondió que sí, y añadió que si él era el arquitecto, quería saber qué clase de obra pretendía levantar, y cómo lo haría en un monte cubierto de nieve.
El ser respondió que tenía tanto el arte como el poder para realizar esa obra y mucho más si se lo proponía, y que pronto lo vería con sus propios ojos, aunque ahora no creyera. Dicho esto, desapareció en el aire. Fue entonces cuando el comerciante comprendió con horror que aquellos supuestos albañiles eran demonios, enviados para preparar un castigo infernal, y que el anciano era Satanás mismo.
Aterrorizado, regresó como pudo al pueblo, se confesó ante un sacerdote, narró su visión y murió esa misma tarde. Esa noche, el 23 de marzo, un fuego terrible acompañado de un gran terremoto y estruendo surgió del monte Etna, lanzándose con violencia hacia el oriente. Todo fue causado por la corrupción y los numerosos pecados del pueblo. El clero y los ciudadanos, llenos de espanto, corrieron a la iglesia de Santa Águeda para implorar la misericordia divina. Con llantos, salmos y plegarias, se organizó una procesión hasta la iglesia de la Anunciación de la Virgen. Milagrosamente, antes de que la procesión concluyera, el fuego comenzó a disminuir, y poco después se extinguió por completo.
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