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Hermanos y hermanas, hoy quiero hablarles con claridad: los demonios existen. No son un mito, no son un símbolo. Son seres espirituales reales que odian al ser humano y que buscan su perdición. Jesús mismo lo dijo en el Evangelio de San Juan, capítulo 10, versículo 10:
El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir.
Y eso hacen: roban la paz, matan la unidad, destruyen familias, vidas y hasta la fe.
No siempre los vemos. A veces trabajan en la oscuridad, como lo que ocurrió en el año 858, en Alemania, bajo el reinado del emperador Ludovico Segundo.
En un pequeño pueblo cerca del río Rin, un demonio afligió la ciudad durante tres años. Al principio fue solo una sombra invisible que lanzaba piedras y golpeaba puertas sin que nadie pudiera verla. Luego tomó forma humana, empezó a hablar, a acusar a inocentes, a revelar secretos, a sembrar discordia entre vecinos. Un espíritu inmundo que solo vino a dividir.
San Pablo lo dice con fuerza en su carta a los Efesios, capítulo 6, versículo 12:
Porque nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales.
El demonio incendió casas, graneros y campos. Pero su odio se centró en un solo hombre. Lo seguía a donde fuera. Le quemaba cada casa en la que intentaba vivir. Hizo que todos lo rechazaran. Y para colmo, decía mentiras sobre él, acusándolo de crímenes que nunca cometió.
Jesús nos advirtió en San Juan, capítulo 8, versículo 44:
El diablo ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso y padre de la mentira.
Y cuando no puede destruir con fuego, destruye con palabras: con chismes, calumnias, sospechas... que corroen el alma de una comunidad.
Ese hombre llegó a vivir al aire libre porque nadie lo quería bajo su techo. Lo trataban como a un espíritu nocturno, como si estuviera maldito.
¿Te imaginas ese sufrimiento? ¿Ser inocente y ser tratado como culpable por culpa de una presencia invisible que solo quiere tu ruina?
Pero este hombre no se rindió. Y la gente, al ver que la cosa se salía de control, recurrió a la Iglesia. Llamaron a los sacerdotes. Ellos fueron, bendijeron los campos, las casas, usaron agua bendita, sal, oraciones. Lucharon espiritualmente. Porque esto no era un problema humano: era espiritual.
Santiago, capítulo 4, versículo 7, nos dice:
Sométanse, pues, a Dios. Resistan al diablo, y él huirá de ustedes.
Al principio el demonio se resistió. Lanzó piedras, hirió a algunos. Pero no pudo contra la fuerza de la oración, de los cánticos sagrados, de la autoridad de Dios manifestada en sus ministros.
Jesús mismo prometió en San Marcos, capítulo 16, versículo 17:
Estas señales seguirán a los que creen: en mi nombre expulsarán demonios.
Y así, finalmente, el demonio fue vencido.
¿Qué aprendemos de esto?
Que los demonios son reales y su obra se nota: división, odio, mentiras, violencia, tragedias.
Y que no estamos indefensos. Dios nos ha dado medios reales para luchar: oración, sacramentos, vida en gracia, comunidad.
Y sobre todo, la autoridad del nombre de Jesús, que hace temblar al infierno entero.
No tengas miedo. Ten fe. El diablo tiene poder, pero Dios tiene autoridad absoluta.
Y María Santísima, la Mujer que aplasta la cabeza de la serpiente, como profetiza Génesis, capítulo 3, versículo 15, intercede por nosotros y nos cubre con su manto.
Así que levántate. Bendice tu casa. Usa el agua bendita. Acude a misa. Confiesa tus pecados. Recibe la Eucaristía. Llena tu casa de la presencia de Dios. Y el demonio huirá.
Salmo 27, versículo 1, lo deja bien claro:
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién he de atemorizarme?
Oración final contra la incredulidad:
Señor Jesús, creo en ti, pero aumenta mi fe.
Renuncio a toda duda, a toda incredulidad, a toda forma de escepticismo que me aleje de tu verdad.
Creo que tienes poder sobre todo lo visible y lo invisible.
Creo que tu nombre tiene autoridad para vencer a todo demonio.
Creo en el poder de tu Iglesia y en los sacramentos.
Hoy te pido, con el corazón abierto:
Libérame de toda incredulidad.
Abre mis ojos espirituales.
Hazme fuerte en la fe.
Y que ninguna mentira del enemigo pueda jamás confundirme.
En tu nombre, Jesús, me declaro libre y protegido.
Amén.
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