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—"Tu humildad es más fuerte que sus cadenas." Apolonio no comprendió del todo, pero guardó esas palabras en el corazón. Más tarde, mientras predicaba entre los pueblos, llevando esperanza, conversión y consuelo, el ángel invisible lo acompañaba siempre. Aunque nadie podía verlo, permanecía a su lado, imponiendo su luz sobre las tinieblas que se levantaban. Cada vez que el demonio intentaba levantarse contra él, el ángel lo postraba al suelo y lo mantenía humillado, encadenado, impotente. Solo Apolonio tenía ojos para presenciar esa batalla invisible: veía al enemigo vencido a sus pies, rechinando los dientes, obligado a escuchar cada palabra del Evangelio. Y comprendió entonces que no eran sus palabras, ni su fuerza, ni su sabiduría las que hacían temblar al infierno, sino su humildad: esa entrega silenciosa a Dios que no busca aplausos, sino obediencia. Porque el que se hace pequeño delante de Dios, se vuelve grande frente a las fuerzas del mal. Desde aquel día, Apolonio no dejó de repetir en su interior: —"Que desaparezca yo, con tal que Él aparezca. Que se haga Su voluntad, y no la mía." Y el demonio, encadenado por la humildad, no pudo hacer otra cosa que temer y callar.
El ángel de Dios se apareció en medio de una luz suave y poderosa, y condujo a Apolonio a un rincón secreto del mundo espiritual. Allí, entre sombras temblorosas, le mostró a un demonio encadenado con grilletes de fuego celestial. El espíritu maligno se retorcía, pero no podía liberarse. Entonces el ángel le dijo con voz serena y firme:
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