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Hace muchos siglos, en las tierras brumosas de lo que hoy conocemos como Bélgica, vivía una joven llamada Gúdula, nacida en una familia cristiana noble y piadosa. Desde pequeña, Gúdula mostró un corazón lleno de amor por Dios. Su fe era sencilla pero profunda, y cada día lo dedicaba a la oración, a la caridad y a la meditación de las Escrituras.
Gúdula tenía una costumbre especial. Cada mañana, antes del alba, tomaba una vela encendida y caminaba sola por senderos silenciosos hasta una iglesia cercana para asistir a la misa. La llama de su vela no solo le iluminaba el camino, sino que también representaba su fe ardiente y su esperanza inquebrantable. Esa llama era más que fuego: era símbolo de su alma encendida por el amor divino.
Sin embargo, su devoción pronto llamó la atención del enemigo del bien. El demonio, viendo que no podía tentarla ni apartarla del camino de Dios con deseos mundanos o miedos humanos, decidió atormentarla de otra manera. Una madrugada, mientras Gúdula caminaba entre la niebla con su vela encendida, una sombra oscura surgió del bosque. Era el demonio, disfrazado de viento helado y susurros oscuros.
Con un golpe seco, apagó la llama de su vela. La oscuridad envolvió a Gúdula. Cualquier otra persona habría sentido miedo. Pero ella no. Con calma, cerró los ojos, murmuró una oración desde el fondo de su corazón y, con un soplo suave, la vela volvió a encenderse. La luz resplandeció, más clara que antes, y Gúdula siguió caminando sin mirar atrás.
El demonio volvió a intentarlo. Día tras día, se aparecía para apagarle la vela. Algunas veces lo hacía con un soplido, otras con lluvia repentina, y en ocasiones con sus propias manos invisibles. Pero Gúdula, siempre serena, volvía a encenderla con una oración y un soplo lleno de fe. Aquella pequeña lucha se repitió muchas veces: él intentando apagar la luz; ella encendiéndola con la fuerza de su espíritu.
Con el tiempo, esa constancia silenciosa se convirtió en su mayor milagro. Gúdula no venció al demonio con espadas ni milagros espectaculares, sino con algo más fuerte: la perseverancia de una fe verdadera. Su luz nunca se apagó del todo, porque el fuego que ardía en su alma no era humano, sino divino.
Después de su muerte, muchos la recordaron como la joven que caminaba entre tinieblas llevando la luz de Cristo, y la eligieron como patrona contra las tentaciones del mal. Hasta hoy, se la representa con una vela en la mano, a veces protegida por una linterna, como símbolo de su alma luminosa que el demonio nunca pudo apagar.
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