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San Antonio, varón santo y sabio, entró un día en la celda de un joven discípulo y lo encontró siendo acariciado por una doncella de extraordinaria hermosura. Pero el santo, guiado por la luz del Espíritu, percibió al instante que aquella figura era un engaño. Entonces, trazó la señal de la cruz y clamó con fuerza el nombre de Jesucristo. Al momento, la apariencia de la doncella se deshizo, y apareció en su verdadera forma: un demonio vil, enfermo, sucio, cubierto de sarna y con un hedor insoportable que llenó todo el lugar.
El joven, al ver la espantosa criatura, retrocedió horrorizado, y con lágrimas en los ojos exclamó: “¡Ya no te temeré! Pues ahora veo lo que en verdad eres: una bestia despreciable, que quiso aprovecharse de mi debilidad.” Y así, con la ayuda de San Antonio, fue libre de la trampa del enemigo y fortalecido en la fe.
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