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Los ángeles malignos no pueden atravesar libremente los campamentos de los justos siempre que quieran. Por ejemplo, en una ocasión el impío emperador Juliano envió un demonio para obtener cierta información, pero Pablo el Simple estaba orando, y durante diez días impidió que el demonio pasara. Cuando el demonio regresó, dijo que Pablo le había impedido el paso, lo cual enfureció a Juliano, que exclamó: “Cuando regrese de la guerra, castigaré a Pablo”.
De aquí se comprende cuánto más poderosa es la gracia y la oración de un hombre justo como Pablo que todo el ejército de demonios contra los ángeles.
¿Qué más? Tampoco debemos temer la multitud de demonios que están contra nosotros, porque hay más y mejores defensores de nuestro lado. Uno solo de nuestros ayudantes celestiales vale más que todos los demonios juntos, como lo mostró Eliseo a su criado Giezi cuando estaban rodeados de enemigos. Eliseo oró al Señor, y Dios abrió los ojos de Giezi, quien vio numerosos carros de fuego y un ejército armado en defensa del santo profeta (4 Reyes 6).
Algo aún mayor ocurrió al abad Moisés. Cuando fue fuertemente tentado por demonios, acudió al abad Isidro, su maestro. Isidro le dijo: “Sube a aquella azotea y mira hacia el occidente”. Moisés vio entonces un gran ejército de demonios con su príncipe, discutiendo cómo tentar a Moisés, lo que le causó gran tristeza. Pero Isidro le dijo: “¿Por qué te entristeces? Mira ahora hacia el oriente”. Y Moisés vio a los ángeles conversando con Cristo, planeando cómo socorrerle. Al oír los remedios que proponían, su corazón se llenó de consuelo y alegría.
Tampoco deben entristecernos las muchas causas de nuestras tentaciones: las malicias y astucias de los demonios, las inclinaciones de nuestro cuerpo y sentidos, las influencias de los astros, y los objetos que nos provocan tristeza o lujuria por odio o amor. Porque Dios nuestro Señor lo tiene todo tan ordenado, que ninguna de estas cosas puede obligarnos a pecar, ni a permanecer en el pecado.
Todo esto no tiene más poder que el de sugerir o persuadir; si nosotros consentimos, pecamos, pero está en nuestra voluntad hacerlo o no, como decía un sabio anciano.
Los madianitas trajeron a sus hijas para tentar a los israelitas, con el fin de que pecaran con ellas y así Dios los rechazara. Pero no los forzaron a pecar: solo pecaron quienes lo quisieron, los otros se mantuvieron firmes.
Así también Dios nos ha dado libertad y ha dicho: “He aquí el bien y el mal: elegid lo que queráis”.
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