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En el año 1142, en la ciudad de Ruan, vivía un hombre conocido por su debilidad física, pero también por su apego desordenado a los placeres del mundo. A pesar de sus continuas enfermedades, no se alejaba del lujo, las fiestas y las vanidades. Era padre de varios hijos, a quienes educó más en los caprichos de la carne que en la virtud del alma.
Cuando sintió que la muerte se acercaba, y que ya no había remedio para su cuerpo, el miedo lo obligó a mirar por fin hacia lo eterno. Llamó a sus hijos junto a su lecho y les dijo con voz temblorosa:
—Os ruego, por las entrañas maternas, que cuando yo muera me envolváis en cuero de crin y me coloquéis en un sepulcro de piedra. Cerradlo con plomo fundido y atadlo con tres grandes cadenas de hierro. Rogad por mí durante tres días, sin cesar. Si al cuarto día aún me encontráis allí, entonces sepultadme bajo tierra.
Los hijos, aunque asombrados por tan extraña petición, obedecieron exactamente. Prepararon el cuerpo como se les había indicado y lo colocaron en el sepulcro de piedra, cerrado con plomo y asegurado con tres pesadas cadenas de hierro.
En la primera noche, mientras rezaban junto al lugar, un terrible estruendo sacudió el aire y una de las cadenas se rompió como si fuera de hilo. En la segunda noche, la segunda cadena estalló con una violencia que hizo temblar a quienes estaban cerca. Solo una cadena quedaba.
Pero en la tercera noche, poco antes del canto del gallo, el suelo comenzó a vibrar y un ruido espantoso llenó el lugar. De repente, una multitud de demonios descendió con gritos feroces, como si reclamaran aquello que les pertenecía. Entre ellos se adelantó uno más espantoso que los demás, cuyo cuerpo parecía hecho de humo negro y fuego, y cuya voz retumbaba como trueno entre montañas.
Y gritó, señalando el sepulcro:
—¡Levántate, maldita alma! Recibe en tu carne la maldición eterna, porque tus días fueron vanidad, tus noches impuras, y tu cuerpo no conoció más que el placer. No diste gloria a tu Creador, ni honraste los dolores de Cristo, ni te apartaste de tus pecados. ¡Ahora recoge el fruto de tus obras!
En ese momento, la tercera cadena se rompió con un estallido final. Cuando los hijos abrieron el sepulcro al amanecer del cuarto día, el cuerpo ya no estaba. Solo quedaban restos del cuero desgarrado, el plomo fundido y las cadenas rotas.
Aterrados, comprendieron que su padre no había sido recibido por la misericordia, sino arrebatado por la justicia. Y desde entonces, hicieron penitencia por su alma, aprendiendo que no hay placer en esta vida que no deba someterse al temor de Dios y a la esperanza de la vida eterna.
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