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Visión de santa María de Egipto (siglo IV, desierto del Jordán)
En uno de los largos días de penitencia en el desierto, cuando su cuerpo ya estaba consumido por el ayuno y su alma vivía colmada de contemplaciones, santa María de Egipto fue arrebatada en espíritu por una visión poderosa. Allí, con los ojos del alma abiertos por gracia divina, fue testigo de una escena que habría hecho desfallecer al más fuerte.
Una mujer estaba muriendo en alguna parte del mundo, desconocida para todos… excepto para el Cielo. Su cuerpo yacía en un lecho mundano, sin confesión, sin sacramentos, sin auxilio espiritual. Pero su alma, invisible a los ojos humanos, era el campo de una batalla terrible. María vio, con horror, cómo una multitud de demonios se precipitaba sobre ella. No eran simples sombras: eran criaturas deformes por el odio, negras como el abismo, que se retorcían con sed de venganza. Gritaban y escupían blasfemias, reclamando el alma con una rabia antigua, como si fuera un trofeo ganado con astucia y paciencia diabólica.
Sin embargo, también descendían ángeles. Bellos, radiantes, serenos… pero tristes. Buscaban entre los pliegues del alma de la moribunda alguna chispa de compunción, una lágrima verdadera, una palabra de arrepentimiento, una mirada al cielo. Pero no encontraban nada. Esa alma estaba vacía de Dios.
Durante su vida, la mujer había despreciado lo sagrado. Su mirada, en lugar de elevarse, había sido usada para atraer, manipular, juzgar y despreciar. Se deleitaba en la vanidad de ser admirada y temida. Se mofaba de la piedad y se burlaba del pudor. No era una ignorante; conocía la Verdad, pero había preferido rechazarla. Durante años, el Espíritu Santo la había tocado con inspiraciones dulces y discretas: una homilía que la conmovió, una enfermedad que le hizo reflexionar, una amiga piadosa que la invitó a rezar… pero ella rechazó cada llamado con altivez.
Los demonios gritaban:
—¡Nos pertenece! ¡No hay mérito, no hay arrepentimiento! ¡Ha vivido como si Dios no existiera!
Y con horror, santa María de Egipto comprendía que decían la verdad.
Los ángeles, aunque no dejaban de defenderla, permanecían en silencio. La Justicia divina, recta y pura, no hallaba argumentos para impedir que aquella alma descendiera a la perdición.
Fue entonces cuando santa María, desgarrada, cayó de rodillas, temblando. Las arenas del desierto se humedecieron con sus lágrimas. Y alzando sus manos al cielo, clamó con el poder del amor y de la intercesión:
—¡Jesucristo, Hijo del Dios viviente, ten piedad! Tú que perdonaste a la Magdalena, a mí, y al ladrón en la cruz… no permitas que esta alma se pierda. Si no puede aún entrar en tu Reino, al menos dale tiempo en el purgatorio. Dale fuego que purifica, no el que devora. Que sufra, sí, pero que se salve. Por tu sangre preciosa, Señor, te lo ruego…
En ese instante, se hizo un gran silencio. Y luego, una voz dulce, pero firme, se oyó en el alma de María:
—"Tu oración ha sido escuchada."
Entonces, María vio cómo los demonios retrocedían, llenos de furia impotente. El alma no subió al cielo con los ángeles, pero tampoco descendió al infierno. Fue llevada a un lugar oscuro, sombrío, pero lleno de una esperanza secreta: el purgatorio.
Allí, el alma comenzó un proceso doloroso. Era purificada con penas proporcionadas a su pecado: sus ojos, que habían sido instrumentos de vanidad, eran ahora traspasados por un fuego que los limpiaba; su mente, que había despreciado la verdad, era envuelta en confusión hasta que deseara con ansia la claridad de Dios. Fríos extremos y calores abrasadores la moldeaban como el fuego al hierro. Pero, a diferencia del infierno, este dolor tenía fin. Estaba unido al amor y a la esperanza.
Santa María de Egipto quedó profundamente conmovida. Comprendió que muchas almas se pierden no por grandes crímenes, sino por una vida tibia, indiferente o vanidosa. Aprendió que el juicio de Dios no se basa en apariencias, sino en el corazón. Y entendió, con humildad temblorosa, que incluso cuando todo parece perdido, una sola oración sincera, hecha con fe y compasión, puede arrancar un alma del borde del abismo.
Desde aquel día, nunca cesó de orar por los moribundos, especialmente por aquellos que mueren lejos de los sacramentos. Rogaba por todos, incluso por los que ella no conocía, porque sabía que el Espíritu Santo puede tomar una oración dicha en el desierto y aplicarla en el momento justo al alma que más lo necesita.
Y así, la gran penitente del Jordán nos dejó una lección eterna:
¡Nunca dejemos de orar por los moribundos! ¡Nunca creamos que ya es tarde! En Cristo, siempre hay esperanza.
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