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Había una vez un humilde leñador que vivía junto a su esposa al borde de un gran bosque. Solo tenían una hija pequeña de tres años, y su pobreza era tan grande que ya no sabían cómo alimentarla.
Una mañana, mientras el leñador lloraba en el bosque, se le apareció una Mujer resplandeciente, con una corona de estrellas sobre su cabeza y una dulzura imposible de describir. Era la Santísima Virgen María, la Madre de Nuestro Señor Jesucristo.
—No temas —le dijo con ternura—. Entrégame a tu hija. Yo la cuidaré como verdadera Madre en el Cielo. Allí crecerá en la gracia de Dios.
El padre, conmovido por la presencia celestial, confió y entregó a su hijita.
La niña fue llevada al Cielo, donde vivía entre ángeles, comía pan dulce del Reino, vestía ropas de oro y aprendía los caminos del Señor. Era feliz y pura como una flor en primavera.
Al cumplir catorce años, la Virgen María le dijo con suavidad:
—Hija mía, tengo que ausentarme un momento. Te dejo estas trece llaves. Puedes abrir doce puertas del Cielo, pero una —la número trece— no la abras. Es un misterio muy profundo que solo Dios puede revelar a su tiempo. Confía en Mí.
La niña prometió obedecer. Abrió una a una las doce puertas: vio la creación del mundo, el misterio de la Eucaristía, los coros de ángeles, las almas de los santos, y su corazón rebosaba de gozo.
Pero el enemigo, astuto, comenzó a susurrarle:
—¿Y por qué no puedes abrir la otra puerta? ¿Acaso te están ocultando algo? ¿No mereces saberlo?
La curiosidad fue creciendo. Un día, dudó... y cayó. Tomó la llave y abrió la puerta prohibida.
En ese instante, un humo negro salió de la habitación y la envolvió. La niña gritó. Había desobedecido, y el demonio, que la había estado tentando, ahora se burlaba:
—¡Ahora eres mía! ¡Has tocado lo que es santo sin obedecer! ¡Tú me diste acceso!
El mundo alrededor se transformó. Todo lo hermoso desapareció. Se encontró sola, en un lugar oscuro y frío, atada por cadenas invisibles: culpa, miedo, confusión. El demonio la atormentaba con mentiras:
—Dios ya no te ama. La Virgen no te quiere. No hay vuelta atrás.
Pero la niña, con su alma herida, aún recordaba las palabras de la Virgen. Y con todo lo que le quedaba, lloró y gritó:
—¡Madre María, ayúdame! ¡Perdóname! ¡Quiero volver contigo!
En ese instante, una luz suave descendió. La Virgen María apareció envuelta en gloria, con su rostro lleno de compasión. Con solo extender su mano, el humo se disipó, y el demonio huyó gritando, sin poder resistir su presencia.
María tomó a la niña en sus brazos y le dijo:
—Hija mía, nunca dejé de amarte. Te advertí por amor, no por prohibición. Pero ahora has comprendido. Has vuelto a Mí. Y cuando un alma se arrepiente con humildad, el Cielo entero se alegra.
Desde entonces, la niña permaneció fiel. Había aprendido que desobedecer a Dios abre puertas al enemigo, pero también que ningún pecado es más grande que la misericordia de Dios, cuando uno se arrepiente de corazón.
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