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En un pequeño pueblo de Castilla, a mediados del año 1800, vivía Mateo, un hombre trabajador pero indiferente a la fe católica. Apenas pisaba la iglesia y solía burlarse de quienes pasaban horas rezando. Una noche, después de una larga jornada en el campo, comenzó a tener sueños inquietantes: veía rostros desconocidos, hombres y mujeres vestidos a la antigua, con miradas tristes y manos extendidas, como pidiendo ayuda.
Al principio pensó que era fruto del cansancio, pero los sueños se repitieron. En uno de ellos, una anciana de rostro bondadoso le dijo:
—Mateo… somos tu sangre. Rezad por nosotros, necesitamos las misas que nos negasteis.
Mateo despertó sudando, el corazón acelerado. No reconocía a nadie de esos rostros, pero algo en su interior le aseguraba que eran reales. En las noches siguientes, los sueños se hicieron más claros: ahora veía el campanario del pueblo en ruinas y un cementerio antiguo, y cada vez más familiares se le aparecían, incluso niños. Sus voces se mezclaban en un murmullo que le estremecía:
—Ruega por nosotros… ofrece el Santo Sacrificio… no nos olvides.
Aun sin ser católico practicante, Mateo empezó a preguntar a los mayores del pueblo por sus antepasados. Descubrió que muchas tumbas antiguas no recibían visitas ni oraciones desde hacía generaciones. Movido por el peso de esas súplicas, acudió al párroco y, algo avergonzado, le pidió que ofreciera una misa por las almas de su familia.
La primera vez que escuchó el sonido de las campanas durante aquella misa, sintió una paz extraña. Esa noche volvió a soñar, pero esta vez los rostros ya no estaban tristes:
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algunos sonreían y se desvanecían en una luz suave. Sin embargo, otros aún lo miraban con insistencia. Mateo comprendió que debía seguir rezando.
Con el tiempo, comenzó a asistir regularmente a misa, aprendió a rezar el Rosario y a ofrecer pequeñas penitencias. La gente del pueblo, sorprendida, lo vio convertirse en un hombre profundamente devoto. Él contaba a pocos lo sucedido, temiendo que lo tomaran por loco, pero en su corazón sabía que la fe católica había sido el puente entre los vivos y los difuntos.
Años más tarde, cuando Mateo ya era un anciano, solía decir a los jóvenes del pueblo:
—Nunca olvidéis a quienes os dieron la vida. Sus almas esperan nuestras oraciones. Si no creéis, ellos mismos os buscarán, como me buscaron a mí.
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