En el año 874, en los límites del bosque de Eirland, vivía un joven sacerdote llamado padre Alarico de Thorsen. Había llegado desde un monasterio del sur con la misión de levantar una pequeña capilla donde antes los paganos ofrecían sacrificios a sus falsos dioses. Los aldeanos le habían advertido que aquel lugar estaba maldito, pues en las noches se oía galopar un caballo enorme que parecía arder en fuego y cuyo relincho hacía temblar las ventanas.
El sacerdote no tuvo miedo. Comenzó a celebrar misa cada madrugada, pidiendo por la purificación del bosque y por las almas engañadas que aún temían a los antiguos espíritus. Pero poco a poco, algo empezó a atormentarlo.
Cada noche, cuando terminaba sus oraciones, soñaba con el caballo. En los sueños lo veía volar sobre los árboles, con ocho patas que se movían sin tocar el suelo. Sus crines eran llamas vivas, y de sus ojos salía un resplandor blanco como el hielo. A veces el caballo lo observaba en silencio; otras, lo perseguía entre la niebla, relinchando su nombre con voz humana.
El padre Alarico comprendió que aquello no era una simple visión. En la tercera noche consecutiva, el caballo apareció frente a la capilla. No era un sueño. El suelo vibraba bajo los cascos, y el aire se llenó de un olor a azufre.
—¿Por qué has venido aquí, hombre de túnica? —dijo el caballo con voz profunda—. Este bosque no pertenece al Dios que predicas.
El sacerdote levantó la cruz que colgaba de su cuello.
—Todo lugar pertenece al Señor del cielo y de la tierra. ¡Muéstrate por lo que eres, espíritu impuro!
El caballo se elevó sobre el suelo, envuelto en fuego, y gritó con furia. Las llamas se expandieron como un torbellino, iluminando los árboles. El padre Alarico dio un paso adelante, su voz temblaba pero su fe no.
—¡En el nombre de Jesús! —clamó.
El fuego se detuvo. El caballo lanzó un relincho tan agudo que pareció romper el aire, y su cuerpo comenzó a deshacerse en ceniza. Las llamas se convirtieron en humo, el humo en sombra, y la sombra en nada.
Cuando todo terminó, el bosque quedó en silencio. Solo el viento soplaba suavemente entre las hojas, como si respirara por primera vez.
Desde aquel día, el padre Alarico siguió celebrando misa en la capilla de Eirland, y los aldeanos contaban que al amanecer se veía un rayo de luz descender siempre sobre el altar. Nadie volvió a oír galopar al caballo de fuego.
Y el lugar, antes temido, se convirtió en tierra santa.
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